Por la salud de Peña, oremos

Si sea de Gracián o de algún otro ingenioso aquí recreo de memoria  la fabulilla, que va más o menos así:

El soberano aquel vivía muy interesado en conocer la impresión que los habitantes del reino guardaban de su monarca, y para ello acudió a la estratagema de disfrazarse en las noches y como un ciudadano común deambular por las callejas de los barrios más pobres de la ciudad (pobres como allá y aquí lo son todos, si exceptuamos a los ricos) e interrogaba a los vecinos acerca del rey. Buena estratagema, supongo.

Y ocurrió que en una de aquellas se vino a topar con una anciana vestida a lo pobre que, brazos en alto, a los cielos imploraba por la salud de su soberano, que le removió las telas del corazón.

– ¿Tanto lo amas, anciana?

– ¿Amar a ese malnacido? ¿Amar al dictador que ha tiranizado a los pobres y privilegiado a los ricachones? ¿A ese que hasta un grado inaudito ha deteriorado el nivel de vida del pobrerío? ¡Yo a ese lo aborrezco y desprecio tanto como lo odian las mayorías de este reino!

El soberano se azozobró. ¿Y entonces? ¿Por qué la anciana le desea una buena salud y una vida prolongada?

– Muy sencillo. Porque éste que con malas mañas se apropió de cetro y corona nos resultó peor que su antecesor, que a su vez fue mucho peor que el predecesor, y así hasta donde mi memoria  alcanza.. De fallecer el actual, ¿te imaginas la calaña del que nos caiga encima? Viandante, sigue tu camino, que yo he de reanudar mis plegarias.

En el cuentecillo pensaba la tarde de ayer. Yo también, como la anciana del reino, a lo largo de mi longeva juventud (joven soy y seré cada día) lo he podido comprobar desde que mi memoria lo alcanza: cada gobernante que PAN y PRI han malparido en Los Pinos ha sido para el país un poquito  más nefasto que el predecesor. Fue en el sexenio pasado, a propósito,  donde creí que este nuestro  México tocaba fondo con el carnicero que lo empapó de sangre, dolor, “daño colateral” y lágrimas. El de la mano zurda, Calderón.

Ese beato del Verbo Encarnado fue, según lo afirman mis cálculos,  la mala sombra de México, su mala suerte, su salación. Negocio que emprendía el tal, negocio que arrojaba al voladero o lo empapaba en sangre. Ese era el zurdo Calderón. (¡Vino, vino!, clamaban sus paniaguados del clero político, los grandes capitales, la partidocracia, los intelectuales orgánicos y los medios de acondicionamiento social. ¡Vino, Calderón!) Yo, entonces, resignado a lo inevitable por mi apatía, desidia e indiferencia en cuanto dueño de esta casa común cuyas escrituras me extiende el 39 Constitucional, la culpa de todos los males que azolaban el país la achacaba a la mala sombra del que en brazos de los poderosos de aquí y allá ¡vino! a Los Pinos, y mi plegaria:

Anatema al que nació ayuno total de carisma, prudencia y decoro, ese  cuya acusación de Castillo Peraza (maestro suyo al que el malagradecido iba a repudiar) colocó en el dominio público los vasos desechables y botellas vacías que a su paso dejaba Calderón en la sede de Acción Nacional cuando su dirigente.

Yo detestaba al que ¡vino! y lo expresé en este espacio (siempre venía a colación).  Y cómo no detestarlo, si en la mente se me infectó su imagen disfrazada de militar al que toda vestimenta le quedaba holgada, y si con aquella su vocezuca que en las orejas se me volvió cerilla  le escuché el haiga sido como haiga sido, cínica frase mucho menos tóxica que su aclaración de que la muerte de niños, viejos,  mujeres y algunos que iban pasando eran sólo daño colateral.  (Sigo mañana.)

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