Por qué el fementido no aplicó el criterio de la contaminación, sino el del año del vehículo. Sus medidas enrevesadas han tornado hemipléjico el uso de mi vehículo, que un sábado disfruta del paso libre y al siguiente a usar el transporte público para llegar a mi clase de Teoría Política. Mientras tanto el Metro, mi transporte favorito durante décadas…
La Línea 12 se desmoronó casi tanto como el capital político de Marcelo Ebrard, su promotor, aunque para tantos más dañina resultó la disposición de un Mensera que quitó la capacidad de transporte no a los vehículos más contaminantes, sino a los de tantos más cuantos años de antigüedad. Y a recalar en el Metro. Pues sí, pero…
Sufren deterioro sus líneas. Muestran fallas corredores A y B, los más recientes y en peor estado. Trenes viejos y varados por falta de refacciones, vías con fallas por hundimientos, grietas en túneles y una fractura en un puente de la Línea B son fallas con que deben lidiar técnicos y conductores del Metro.
Así que corredores A y B y línea 12 del Metro. A ver: ¿falsa alarma o realidad? después de leer la noticia traté de conservar la ecuanimidad, en el entendido de que noticias así de alarmistas ya se publicaban en los matutinos, como aquella fechada en el 2007, cuando a la espera del convoy leí en plena primera plana:
Urge un examen antidoping a los celadores del Metro.
Válgame, toco madera. El sábado anterior me trepé en el vagón, y el estremecimiento en la columna vertebral: “Columna vertebral de transporte en la ciudad, el sistema de Transporte Colectivo Metro está en crisis ante la falta de mantenimiento de sus vías, trenes e instalaciones”. Y que de seguir así, el próximo año (2008) podría sufrir un grave colapso. Ájale, ¿y entonces los que acostumbramos viajar en él cada día? ¿Y los cinco millones de capitalinos que cada día tenemos que recurrir al Metro para ir de aquí para allá y de allá para todas partes? ¿Nosotros qué? Nomás me quedé pensando y…
Yo aquí, azozobrado, por muchas buenas razones exalto la presencia del Metro, ese benemérito valedor de todos los pobres, que en México lo somos todos si exceptuamos a los ricos. ¿Recuerdan ustedes, mis valedores que acostumbran viajar en él, cómo era el tal todavía hace algunos ayeres? Nuevo, flamante, rechinando de limpio y acabado de engrasar, que como entre nubes se deslizaba en sus rieles. ¿Se acuerdan? Ayer observé el vagón que me tocó en suerte, y aquella tristura. El tiempo, constructor y destructor de lo vivo y lo inerte. Suspiré.
Y es que en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, de días y días y de trabajo todos los días, el flamante vagón que me tocó en suerte cuánto ha envejecido. Apenas arrastrado por el convoy, al tener que avanzar le escuché aquel largo quejido que le brotaba de las entrañas, y de sus redaños aquel pujar. Al jalón de arrastre todos sus nervios y costillares se pusieron a chirriar y chillaron al modo del animalillo al que aplastan al pasar. Lo oí jadear mientras avanzaba, y arrojar chisguetes de viento que desparramaban humanísimos tufos de entrepierna, sudor y sufrimiento recóndito (yo, aquella tristura). Bajé los ojos; el piso, desbastado hasta el material de la base. Melancólico.
Examiné el resto del vagón: en el espacio donde van los indicadores de ruta, todo eso despapelado, descarapelado, leproso, atroz. ¿Y qué fue de aquella agradable voz femenina que en el sonido iba anunciando la hora exacta y el nombre de la estación a la que nos aproximábamos?
(Esto sigue mañana.)