Un Metro reumático

Trenes viejos y varados por falta de refacciones, vías con fallas por hundimientos, grietas en túneles son fallas con que deben lidiar técnicos y conductores del Metro”.

Esto acusaba la nota antañona. Yo, leyéndola en el matutino, ¿por qué me encogí en el asiento de ese vagón? ¿Por qué la pena y la nostalgia aquella? La vejez, el aletazo de La Descarnada. Terco viajero del Metro, aquí finalizo el catálogo de achaques y fallas que en cada viaje  le advierto al transporte. Porque, mis valedores:

¿En dónde quedó aquel Metro cantador y exultante que oscura la mañana nos arrullaba o nos terminaba de despertar con la rapsodia, la romanza o la que anduviese de moda por aquellos tiempos? El vagón, como todo joven (sangre roja y caliente), cantaba al andar, canto jocundo de enamorado; ¿pero hoy? Viejo asmático, impotente: “Por favor, permita el libre cierre de puertas”. ¡Cuando el convoy iba ya en frieguiza! Y al llegar a su máxima velocidad, la voz femenina: “En breve reanudaremos el servicio. Por su comprensión, gracias”. Ya el infeliz, alzhaimer y demás achaques de la edad, decía una cosa por otra. Lóbrego.

Un soterrado quejido al arribar a la estación. Un largo lamento cuando, anciano reumático y gotoso, lo fuerzan a continuar. Parecería que su queja, brotada de lo más hondo de sus fierros viejos, reclamara la piedad del depósito donde descansar antes del piadoso deshuesadero. Piedad…

Y allá vamos, a querer o no, él rechinando y no precisamente de limpio, que debajo de los asientos observé  el pomo de plástico, la caja embarrada de cremas y salsas, el pegote de la goma de mascar, todo oliendo a desgaste, desajuste, aflojamiento, vetustez. (Mi ánimo, que se añublaba). En su pelleja los viejos grafitos: “Warriors””, “¡Ehhh…puto!”. Fechas, mensajes, nombres entrañables que el punzón garrapateó en los cristales: “Lisa”,Aída”,Issa, mi nena” El aletazo del tiempo que se nos fue para nunca más, dejándonos a su paso tan sólo un desplumadero de recuerdos. Y el suspirillo…

Pero allá vamos, el reumático y el suspirante, el gotoso de los engranes artríticos y el pasajero que meditaba, reflexionaba, se oscurecía y en silencio moqueaba. Allá vamos en la entraña de la Madre Tierra, metros debajo de donde la vida fluye de cara al sol. Avanzábamos a jadeos y pujidos y entre el cimbrar de articulaciones mal ajustadas. Y de repente la súbita sacudida El convoy, en la oscuridad del túnel, se engarrotó entre dos estaciones. ¡Y se apagan las luces! ¡Jesucris..!

La iluminación, qué alivio, por más que sólo al 60 por ciento, y pistojeando. Sentí que en la cabina de mandos el operador soltaba la rienda y clavaba el acicate en los corvejones del anciano gotoso que reventó en rechinantes lamentos y estridencia de ventosidad con tufo a sistema de ventilación cuatropeado. “Por favor, permita el libre cierre de puertas”, cuando ya vamos a medio camino entre Hidalgo y Guerrero.

Y ya se avistan las luces de la terminal, y ya el operador aplica los frenos, y al rejón el  asmático suelta el lamento que implora piedad. Yo, mi ánimo gemelo del ánima del vagón, andaba ya al borde de los pucheros y la lagrimilla, y  fue entonces; entonces fue cuando vi de ganchete: “Potrero”. ¿Que qué? Friégale, ¿cómo de que “Potrero”, si yo iba aquí nomás, a “Viveros”? Quise brincarme las trancas, corrí a la puerta, y en un convoy a su máxima velocidad grité, y los ojos de todos encima de mí:

– ¡Bajan, chofer! ¡Esquinaaa..!

Cuidar el Metro, valedor del fregadaje; hoy, sobre todo, cuando el Mensera…  (Uf.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *