Del Metro, mis valedores, les hablé ayer, y de que al leer la noticia de las fallas que registra la Línea 12 abordé uno de los vetustos vagones de un Metro que desde hace décadas presta un admirable servicio al pobrerío. Pues sí, pero qué maltratado vagón el que me llevó al norte de la ciudad…
Que miré debajo de los asientos, dije a ustedes ayer el pomo de plástico, la caja embarrada de cremas y salsas, el pegote de la goma de mascar, todo oliendo a desgaste, desajuste, aflojamiento, vetustez. (Mi ánimo, que se nublaba). En su pelleja los viejos grafitos: “Warriors”, “Puto yo”. Fechas, mensajes, entrañables nombres que el punzón garrapateó en los cristales: “Issa, mi veca”, “María”, “Aída, tú, la de todos los días”. El aletazo del tiempo que se nos fue para nunca más, dejándonos a su paso tan sólo un desplumadero de recuerdos. No lloro, nomás me…
Porque ese era el Metro todavía hace algunos ayeres: nuevo, flamante, servicial, silencioso. Ayer, en mi mente esa Línea 12 lacerada por la corrupción nacional y que el tanto de seis meses dejará de servir en doce estaciones, observé el vagón que me tocó en suerte (mala suerte), y aquella tristura. El tiempo, constructor y destructor. Suspiré.
Y por esa razón, mis valedores, aquí exalto la presencia del Metro, benefactor de los pobres, que en México lo somos todos, si exceptuamos a los ricos. Hace ya más de un lustro, recuerdo, yo con un pie en el estribo, ahí, en el matutino, la exigencia: Urge un examen antidoping a los celadores del metro. ¿Que qué? Intenté el reculón, pero me trepé al vagón, y el estremecimiento en la columna vertebral. Columna vertebral de transporte en la Ciudad de México, el sistema de Transporte Colectivo Metro está en crisis ante la falta de mantenimiento de sus vías, trenes e instalaciones. Y que de continuar así, el próximo año podría sufrir un grave colapso. ¿Y entonces los que viajamos en él? ¿Nosotros qué?
No se produjo el colapso, por fortuna. Hoy, en mi mente la Línea dorada, allá vamos, el reumático y el suspirante, el gotoso de los engranes artríticos y el pasajero que meditaba, reflexionaba, se oscurecía y en silencio moqueaba. Allá vamos en la tripa de la madre tierra, metros debajo de donde la vida fluye de cara al sol. Avanzamos a jadeos y pujidos y entre cimbrar de articulaciones mal ajustadas. Y de repente la súbita sacudida. El convoy, en la oscuridad del túnel, se engarrotó entre dos estaciones. ¡Se apagaron las luces! ¡Jesucris..!
Volvió la iluminación, qué alivio, por más que sólo al 60 por ciento. Sentí que en la cabina de mandos el operador soltaba la rienda y clavaba el acicate en los corvejones del anciano anquilosado, que reventó en rechinantes lamentos y estridencia de ventosidades. En el equipo de sonido: Por favor, permita el libre cierre de puertas. ¿Qué?
Y ya se avistan las luces de la estación y el operador aplica los frenos, y al rejón el asmático viejo suelta el lamento que implora piedad. Yo, mi ánimo gemelo del ánima del vagón, andaba ya al borde de los pucheros y la lagrimilla cuando musité la oración (mira, mira): que Joel Ortega, el director, cuide este benemérito valedor del pobrerío. Y mis valedores, fue entonces. Entonces fue. De ganchete alcancé a leer: Potrero.
¿Que qué? ¿Cómo de que Potrero, si yo iba aquí nomás, a Viveros? Quise brincarme las trancas, corrí a la puerta, y en un convoy a su máxima velocidad grité, y los ojos de todos encima de mí:
-¡Bajan, chofer! ¡Esquínaaa!
Ah, la vejez del Metro. Ah, la Línea dorada. (Ah, México.)