El reculón

(¡Levantáos, becarios del FONCA  vivos y muertos, venid a juicio!)

– Espero en Dios que esto que te cuento te pueda servir.

Y el  fabulista Lafontaine comenzó su relato: “Erase que se era un lobo feroz”.

Válgame (suspiré), éste me va a recitar el de Los tres cochinitos.

– Era feroz cuando los tiempos de bonanza, porque hoy andaba en el puro carcaje, la cuera embarrada a los costilleres y con un hambre  ya canosa de tan vieja, pobre lobo feroz.

El bueno de Lafontaine, tan pasado de moda. Reprimí un discreto bostezo, como tal vez alguno de ustedes lo intenta disimular.

– ¿Y sabes por qué andaba el buen lobo trasijado a punta de necesidad? Por la espléndida jauría de perros bravos que custodiaban la finca. Unos perrazos de esta alzada, mira, con unas fauces de alto poder que ni los Caballeros Templarios o los torturadores de Alfredo Castillo. ¿Te imaginas?

Seguí chiquiteándome aquel negro bien caliente. Discretos sorbitos.

– Atormentado por un hambre inclemente, el lobo se atrevió a acercar

sus pasos a la casa grande, cuyas bardas y perros bravos guardaban parvadas y tandadas de pavos, gallinas, cerdos cuinos y talachones y alguno que otro capón.

Y ocurrió, según Lafontaine, que el famélico animal fue de repente a toparse con aquel chucho que deambulaba por el bosquecillo de pinos. Rápido de reflejos, el lobo se relamió: “mas que sea de perro, pero yo he de llenar la tripa, el duodeno y vías periféricas”. Pues sí, pero qué va: el chucho aquel era fuerte y bien graneado. Calculando fuerzas y a querer o no el mamífero carnicero dio el reculón y se vio precisado a echar mano del de Carreño, me refiero al manual. Ahí brillaron la diplomacia y los vocablos azucarados (a qué extremos de ridículo no nos llevará la necesidad):

– Buenas las tengáis, don chucho. Oh, Dios, qué magnífico aspecto el vuestro, mi señor.

– Eso se lo dirás a todos –  el chucho se esponjó de vanidad.

Pero qué extraño: a diferencia de los de casco, forifai, patrulla y botas hasta las vamos a decir rodillas, el chucho este era de no malos instintos y se dolió de su primo lejano (todos los parientes pobres son parientes lejanos).

– En tus manos (en tus garras, más bien), está el verte tan proteinado como aquí tu parientón. Deja montes y cañadas donde tú y los tuyos braman de hambre, famélicos y pordioseros.

“Pordiosera tu tiz…” Ardido hasta la rinconera donde nunca pega el sol, el lupus dio el arriscón de fauces, pero ante la disparidad de fuerzas físicas, ni modo: al de Carreño otra vez. Un nuevo reculón, que hasta parecía no lobo feroz, sino un chucho, un vil chucho de nueva izquierda cuando así conviene a su pragmatismo como colaboracionista operador de la obra negra y el trabajo sucio del de la finca de los pinos. Reculó, y aun intentó una sonrisilla.

– Vente conmigo a la casa de los pinos aquellos, ¿la ves? Ahí gozarás de retazo con hueso todos los días. ¿Te apetecen los capones?

“Y hasta sin capar. Con esta hambre de chucho”, piensa el lobo feroz, y de nuevo a la diplomacia: “Que me place”, y la sonrisa de blancos colmillos y premolares.

Y allá van los dos primos, moviéndolas al andar.

–  Pero decidme qué tareas deberé ejecutar para desquitar la frita.

– Minucias. Ladrar contra visitantes inoportunos, espantar pedigueños, cuidar la finca. Por cuanto al amo…

(Más del lobo y el chucho, mañana.)

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