Ustedes, señores, ¿conocen el cine mexicano? ¿Recuerdan las cintas de humor, casi siempre involuntario? Yo ahora mismo, empapado de nostalgia, me pongo a rememorar los sketches de aquellas beneméritas matronas del bataclán y el sainete que parió la carpa y que más tarde se lucieron en escenarios del teatro y la radio,
y en el cine vinieron a despercudir la pantalla de las intolerables parrafadas de un Arturo García ya encaramado en el alias De Córdoba. «No tiene la menor importancia». Agh.
¿Recuerdan ustedes a pioneras de la comicidad como Amelia Wilhelm y a sus discípulas y seguidoras Martha Ofelia Galindo y María Luisa Alcalá, pasando por las clásicas Delia Magaña, Virma González, Las Kúkaras, la Viveros y la Arozamena y esa Salinas que, chapoteando en la fosa séptica de cualquier Aventurera malamente apodada obra de teatro resulta menos repugnantona que la otra Salinas, Adrianita? Las cómicas.
Hoy, en el ejercicio de la nostalgia, recuerdo a aquella soberbia Susana Cabrera, a la que algún reportero, micrófono al frente, interroga: “¿Profesión?” “Payasa”, contesta sin titubear. Payasa.
Susana Cabrera. Qué símbolo insuperable, qué espléndida caracterización de la talonera del arrabal. Cierro los ojos y de párpados adentro contemplo la fina estampa de la ramera de la que la «payasa» hacía toda una creación. Señores, ¿la observan ustedes? Allí, rameruca en procura de clientes, en la esquina de la avenida con alguna transversal, pierna derecha plegada, el tacón del zapato contra la pared. Noche cerrada. La prostituta aguarda fumando (tabaco, posiblemente) a la espera del marchante. «¿Un servicio, papito?»
Obsérvenla. Vean el atuendo de la depravación: minifalda que deja los muslos a la intemperie y esa blusita, y esos pechotes, y el cigarrito en la diestra, quizá de tabaco. Guila barata, piruja del arrabal, un rostro de pútrida con cargazón de cosméticos, jetas estallantes de carmín, vientre rotundo, aguayones tamaño familiar y un temperamento tropical en corpachón de tamal mal fajado. No, y esas caderas presas (¿arraigadas?) en una mini-mini tres tallas menores de lo que a gritos, proclamas y mega-marchitas imploran, demandan, exigen semejantes carnazas, flor y almendra de la depravación. “¿Un servicio, papito? Te hago de todo». ¡Ay, Cabrera! ¿La visualizan?
Observen ustedes que bajo las ojeras de pintura se esconden las ojeras del vicio y las desveladas. En este cachete un lunar simulado, y en el cogote una verruga auténtica de cerdoso escobillón. ¿Las postizas? De este tamaño, miren; tirantes, enhiestas, revolcadas en rímmel. Y con las pestañas la peluca tordilla, y al cuadril el bolsón con los trastos del oficio. Guila del arrabal.
Señor Peña. ministros de cortes supremas y ralea de jueces y similares: espléndida caracterización de su «justicia» es esa de la Cabrera: en la zurda la balanza y en la diestra el pomo de cacardí. De venda en el rostro, la pantaleta, con los ojillos apicarados al descubierto. Ah, su «justicia», puta vieja y viciosa, alcahueta de corruptos y compinches que los solapan. Eso, y no más, han hecho de una «justicia» selectiva, logrera y aprovechada de la ocasión, donde danzan a lo esperpéntico las deyecciones morales de unas ratas Gordillo, Granier, Moreira, Yarrington, Fox y familia Bribiesca-Sahagún que marchan al son de la flauta del Hamelín Salinas. Señor Peña, a propósito:
¿En qué reclusorio purga sus raterías el azote de las ratas, su pariente (de ellas y de usted), don Arturo Montiel? (Agh.)
Es ‘güila’ con diéresis. Como siempre, gran observador de nuestros pendientes políticos y sociales.