(Aquí, para la memoria histórica, mi retablillo anual.)
Dos de octubre, 10 de junio, sangre que se derrama. Echeverría. Más allá de unos mexicanos permisivos, de la masacre existe un culpable, y ése vive todavía, aunque vive es un decir; vegeta ahí nomás, encuevado al arrimo de San Jerónimo y de la selectiva aplicación de las leyes en este país. Es México. Mis valedores:
Por revivir en algunos de ustedes la memoria histórica aquí les doy, como cada año por estas fechas desde 1971, pormenores del halconazo que iba a enrojecer de sangre derramada la ciudad capital. ¿Lo recordará todavía eso que aún no se pudre del asesino intelectual? Según lo consigna alguno de los halcones en su libro de pastas rojas:
Tensos y preparados, la adrenalina en ebullición, El Fish y compinches velaban armas. Su carrera de violencias, que años antes arrancó en el DDF para desalojar el ambulantaje del Centro Histórico, culminaba con la misión del 10 de junio de 1971: atacar estudiantes en la vía pública. Si al costo de heridos, qué importa. De muertos y desaparecidos, mejor. Urgía un escarmiento. Paisanos, tengan presente, no se les vaya a olvidar. Los halcones.
Miro el libro, contemplo sus fotos, media plana cada rufián. De dieciocho a veintitantos años de edad. Tiernos, sí, pero ya endurecidos, todos exhiben su catadura insolente de retadoras pupilas que miran de frente como para la ficha signalética. Días antes de aquel Jueves de Corpus sangriento El Fish, su jefe inmediato, llamó al del testimonio libresco:
“Habla a los halcones. Vamos a trabajar de nuevo”. “¿Con el gobierno?” “¡No! –me dijo casi gritando-. Vamos a servir de brigadas de choque para los más ricos de México. Están aterrorizados con el avance del comunismo en la UNAM, en el Poli, en las Normales y en toda la población. Ellos nos van a pagar. Los ricos no tienen alma apostólica. No perdonan. Fueron injuriados en público y, con la caída de Elizondo, lesionados en sus intereses. Están sedientos de venganza.
Los estudiantes iban a injuriar a Echeverría, a cometer atropellos y a provocar la represión del ejército y de la policía, desacreditados por la masacre de Tlatelolco. Ellos no reaccionarían, pero nosotros sí. Los haríamos pedazos”.
El día anterior los jefes ultimaron detalles. Para tener derecho a la azotea y atisbar los movimientos del enemigo habían alquilado un cuarto enfrente de la Normal. Habían rentado cuartos vacíos, realizado inspecciones estratégicas y obrado según las órdenes recibidas. Tres años antes se había perpetrado la matanza de Tlatelolco. Ahora se preparaba la movilización de estudiantes en apoyo a la Universidad de Nuevo León y en repudio al gobernador. Exigencias al presidente Echeverría, las consabidas: ¡Democratización de la enseñanza! – ¡No a una reforma educativa antidemocrática! – ¡Democracia sindical! – ¡Libertad a todos los presos políticos del país y cese de Elizondo!
La Alianza Popular Estudiantil había distribuido folletos en donde se especificaba, y esto da idea del clima ominoso y la gravedad que presentían los “marchantes”: Ir a la manifestación con gente conocida. Si se incorpora a la mitad busque un grupo conocido. No lleve libreta de direcciones. Avisar a alguien para que notifique en caso de desaparición. Organízate internamente con las gente que conoces. No dejarse provocar.
¿Sospecharían algunos que vivían la víspera de su muerte violenta? ¿Sospecharían otros más que serían desangrados, desgarrados, desaparecidos hasta el día de hoy? (Sigo mañana.)