El arte de estar solos consiste en la capacidad de asumir nuestra propia y radical soledad y, al mismo tiempo, sentirnos identificados con una persona amada, con los demás, con todo ser viviente.
La soledad esta vez, mis valedores. Pudiese referirme a asuntos de requemante actualidad, como la Gordillo, la Coordinadora, las reformas, los «terroristas». De ello pudiese escribir, pero no. Hoy habré de referirme a la humana soledad, que a tantos afecta a estas horas. Porque, mis valedores: ¿quién que es no es un ente abrumado con el sentimiento de la soledad, esa hija terrible y magnífica de la libertad humana que, a escala de mito, con el fruto del conocimiento se echaron sobre los lomos Eva y Adán para descubrirse dueños, pero también responsables, de sus propios actos? Lo dejó asentado el filósofo existencialista:
“Los humanos estamos irremisiblemente condenados a la libertad”.
Terrible y magnífico. Y es que antes de ser sólo éramos fetos, y de recién paridos sólo parte de la naturaleza circundante como lo son el árbol, el gato y demás irracionales, pero con el uso de razón nos descubrimos ya no integrantes de lo irracional y lo inanimado sino individuos únicos e irrepetibles, y por ello esencial e irremediable solos. Yo, Atlas de pacotilla, cargo una soledad que fue más o menos llevadera cuando compartida con mi clan familiar, pero a la ley de la vida todos se fueron desperdigando con su soledad a otra parte, y yo me descubrí hablándome solo y solo contestándome, y fue entonces…
La soledad reside en su laberinto, que el mito ubica en lo más profundo de nuestro ser y donde reside el centro sagrado del que fuimos expulsados para nunca volver, como reside también lo misterioso de la esencia humana y su primigenia soledad. A propósito: hace tiempo comencé a utilizar la computadora. Aislado de amistades y reuniones sociales me atreví a esa especie de magia que atribuí a los mensajes del correo electrónico. Con mi ración de soledad encima lancé a los vientos de la rosa mis correos y me puse a esperar la voz de otros entes tan solitarios como yo mismo. Ya imaginaba a tantos seres anónimos que, abatidos por el achaque común, se comunicaban conmigo, y compartíamos la carga, y hablando nos aliviábamos. Y la que tomé por respuesta, válgame: semejantes mensajes sólo me agriaron la soledad:
«Visítanos. Te esperamos el próximo lunes. Estamos en calle Corrientes, Buenos Aires». «Estudia en la mejor academia de la Región de Los Lagos, Canadá». Las actividades sociales: que este domingo pase una tarde placentera en el Parque Popular, de Barranquilla, Colombia. ¿El renglón económico? Diez, 15 ofrecimientos diarios me aportarán 10, 15 millones de euros o libras esterlinas. Los Irish News, los Euro PW, los M. Sankoura, desde unas supuestas Europa, Inglaterra y Sudáfrica, me ceden herencias. “Mándenos los datos de su tarjeta de crédito”. Fácil.
Suertudo que soy; cómo no serlo, si dos docenas diarias de dadivosos desde su lecho de agonizantes me suplican, última voluntad, que me sirva aceptar esos millones de libras esterlinas. Diez, 15 correos cada mañana. Diez, 15 rabietas, y pepenar un ratón que mi rabia convierte en tigre de Bengala, y entonces tíznale, mandar al canaco a los agónicos donantes. A mí confundirme con los pobres (de espíritu). Y más allá del cascajo, más allá del ruiderío en mi correo, todo se torna como mi vida: ausencias, mutismos, distancia, indiferencia, nada. Lástima. Por cuanto a ustedes, ¿ningún achaque de soledad? ¿De veras? (Bueno.)