El domingo pasado, Día de la bandera, el senador perredista Miguel Angel Barbosa tomó la palabra y a la letra dijo:
En México, bajo esta Bandera como símbolo patrio, se encuentra el trabajo, la labor y los sueños de más de 112 millones de mexicanos y mexicanas, que nos emocionamos cada vez que vemos izarla, hondearse (sic.) en lo alto, admiramos nuestro escudo y escuchar las sublimes notas de nuestro himno.
Mis valedores: escuchar en la radio y leer en la transcripción el discurso de marras me motiva para enviar el siguiente mensaje a quien tales ofensas perpetra en contra de ortografía, sintaxis y gusto musical. Senador Miguel Angel Barbosa:
¿Así que «sublimes» las notas del himno compuesto por Jaime Nunó? ¿Pues cuál es su rasero, senador Barbosa, para calificarlas de «sublimes»? ¿Aldeanismo el suyo, obnubilación patriotera, qué? Permítame que le cuente, senador.
Nativo soy de un poblado que en mis años tiernos vivía un tiempo congelado en la rutina del diario vivir que cabía en el canto del gallo, un madrugar de campanas, el día rayonado a ladridos, rebuznos y toros en brama y, ya al pardear, el cencerro, la majada y el toque de esquilas que convocaban al ángelus. Y hasta otro día, calca del anterior y molde para el que vendrá después. La noche de mi región: pacífica convivencia del trasnochador con la bruja y el ánima en pena, y la paz.
Pero la rutina se trizó una mañana, cuando en penco cuatralbo, con un lucero en la frente, nos llegaba el lucero de la Revolución, don Pánfilo Natera. Helo ahí, fusca al cinto, saludando, en la mano la gorra norteña. Yo, la tricolor de papel en la diestra, con dos docenas de payos de primeras letras escuché de repente, en la de redilas atascada de músicos, ¡el himno nacional! “¡Mexicanos, al grito de..!” Yo, inflado de emoción tricolor:
– Cuando crezca voy a ser revolucionario.
Como crecer, no alcancé la alzada de Gulliver, y como revolucionario no pasé de liliputiense, pero la lucha se le hizo. Crecí en edad y tuve ocasión de escuchar, siempre en horas de excepción y yo en posición de firmes, los acordes del himno de mi país. Húmedas las pupilas, una fuerza interna me forzaba a alzarme y soñar en una patria digna cuando lo seamos los mexicanos. Era mi himno patrio, inaccesible al deshonor…
Pues sí, pero aquí mi pregunta, mi preocupación, mi mortificación. ¿Envejeció mi espíritu? ¿Qué metamorfosis sufrió mi sensibilidad, que hoy todavía me siguen emocionando los acordes de La Marsellesa y del himno patrio español tanto como el del inglés, pero no los del mío, hermoso al par de los susodichos? ¿Por qué esta insensibilidad? El himno de mi país sigue siendo el mismo. ¿Entonces? Sospecho que el daño se ubica no en mí ni en el símbolo patrio; que la carcoma está en la rutina, en la saturación. Porque ocurre, senador, que a resultas de alguna disposición (deposición) de doña Margarita, cuando la hermana predilecta del hombre de la(s) pompa(s) y circunstancias era todopoderosa, en las estaciones de radio el himno de las notas «sublimes» me anuncia que finaliza la programación nocturna, con el último acorde cediendo espacio a algún noticiario redactado en un español de masquiña, de pacotilla. Día con día, a la misma hora de todos los días, la repetición machacona del himno a modo de cortinilla de la programación radiofónica es una rutina que terminó por cegarme las fuentes del entusiasmo cívico. Y aquí, senador, la pregunta de este adicto a Bach, Beethoven y Mozart: ¿»sublimes» las notas del himno patrio? (¿Sí?)