Viudo, sesentón y agobiado por la tristeza y la soledad, don J.E. acaba de quitarse la vida. Sin más.
Canto la trova del parque público, mis valedores. Con tonada de organillo callejero entono el elogio de ese cuadro de verdes cenicientos que, ayuno de agua, abono y los más mínimos cuidados, a lo heroico florece en la viva entraña del arrabal; ese que acoge, benemérito sitial de la misericordia, a todos los que hasta allí vamos a recalar por los motivos más contrapunteados: al solitario que vaga, vago el aspecto y la mirada vagorosa, lo mismo que al payo recién desgajado de su tierra ausente que se cimbra a golpes de nostalgia y que al jubilado de la vida que, el mentón apalancado en el bordón, mira pasar su tiempo vital mientras algo muy escondido le rebulle en amagos de nostalgia. (Esa pelota llegó rodando hasta el arbolillo, y tras de la pelota el niño, y la madre detrás, que tal es el destino de pelotas y madres: rodar delante o detrás de un niño. Contemplo la escenilla. Suspiro.)
He pasado por la senda – y en un banco he visto a un viejo – dejándose acariciar – por el sol tibio y enfermo – Y me he internado en el triste – jardín.
El cuadro de verdes acoge lo mismo al que busca el vigor y el oxígeno que a ese que, atejonado detrás de un arbusto, se intoxica minuciosamente aspirando el cemento con que construye sus castillos en el aire, que es donde el humano edifica los castillos más sólidos. Más allá, esos empleadillos de salario mínimo a los que, media hora en el reloj checador, congrega la sacrosanta torta del medio día, de la media tarde. (No lejos los observa, aire de derrota, ese desempleado que va a matar el tiempo que lo mata a él. Ah, el parque público. Humano, acogedor entrañable.)
Porque acoge también, generosa guarida, al raterillo en fuga o al que se apresta a asaltar, o al ratero uniformado y poquitero que se agazapa tras el aroma de los billetes de baja denominación. (No muy lejos esos bien acompañados, bien hayan ella y él que, que machihembrados boca a boca, piel a piel y carne encabritada, rebrincan en acezantes, incesantes espasmos. Bien haya.)
Pinta el crepúsculo mujeres por el cielo – ¡Y duele el corazón como en el desengaño – inmenso y sin consuelo – de un amor otoñal jamás existido..!
Tal es el parquecillo de aquí a la vuelta, mis valedores, donde me refugié ayer tarde, ya al pardear, a rumiar abandonos, tristuras y suspirillos. Alma mía de mi ausente, y ojos que te vieron ir. Luego de amansar el ánimo me sequé los lloraderos de humedad, compuse una figura apachurrada y maltrecha, y a la espera de las sombras para tornar a mi depto. de abandonado me puse a observar el espíritu de aquel almácigo de ánimas en pena(s).
Los parque solitarios en que se pasean las desgracias – con la cabeza baja – y los sueños se sientan a descansar – mientras la sirena de la ambulancia da la hora – de entrar a la fábrica de la muerte…
Yo, el ánimo contristado y una melancolía, que se me ha aquerenciado, “lloro porque a mí me dejas – herido del corazón”. Y qué hacer.
Pero ánimo, arriba corazones; disimula, que esa señora (lentes oscuros el acompañante) te observa de ganchete. ¿Pero no es, acaso, la vecina, esposa de..? Sí es, que en el parque da sus primeros pasos en las artes del adulterio, malos pasos deleitosos. Y la vecina me ha visto, y se asustó de que yo la viera, y se escurre con el de anteojos oscuros por el oscuro sendero y se esconde tras de ese… (El incidente, mis valedores, finaliza mañana.)