El ángel exterminador

De la plaga de cucarachas que infestó mi cocina les hablé ayer, cocina pulquérrima que, de repente, a la invasión de los bicharajos más parecía jacalón de San Lázaro, guarida de partido político, bunker de canacos y concanacos o buena parte (la mala) de las masas sociales. Resignado a mi destino de vivir combatiendo cucarachas comencé con los periodicazos. Como sus congéneres de dos patas, las cucas resultaron inmunes a tal medida, como también a los polvos venenosos que les espolvoreé sobre cachos de queso gruyere; las muy ladinas se comían el queso y me dejaban los polvos; más tarde les deposité los polvos sobre queso del país; las cucas, burla sangrienta,  devoraban los polvos y me dejaban el del país. Corrí al teléfono.

El de la fumigación: “Se las exterminamos. Ora que acabar con el cucarachero le va a costar uno y la mitá del otro,  como si dijéramos. ¿Cubre los gastos?” (IVAs y cargos, recargos y sobrecargos.)

Y qué hacer, sino resignarse a impuestos y sobreimpuestos. Esa noche anuncié a mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins.: “Tendremos que desocupar el depto. durante unos días”.

Y allá vamos, en calidad de mientras, a casa de un mi pariente por parte de madre. Con abrazos salió a recibirnos el muy pariente, y en 48 horas ya nos había corrido seis veces. Volvimos a Cádiz. Inquisitivo, fui abriendo la puerta: ¡mama Tula, genocidio descomunal! ¡Ni las hordas de Obama! Un tendedero de cucas damnificadas que hagan de cuenta las víctimas del modelo neoliberal: fallecidas por aquí, muertas de hambre por allá, por dondequiera mortandad. Y aquel hedor, y  que voy y las abro, las ventanas, y que entra a borbotones el hedor de smog y materias fecales suspendidas en el aire, y en tanto el viento barría los rastros del tóxico, yo me dispuse a barrer. La cocina, otra vez pulquérrima. Qué bien.

¿Bien? ¡Bien madres! Muy poco me duró el gusto, porque a la siguiente noche la primera sobreviviente del Hiroshima doméstico cruzó en frieguiza frente a mi chipocle ya enfrijolado, y detrás otra, y otra más, y docenas de ellas. “Paisa tenía que ser el técnico exterminador para salirme tan pacotón. Y que acudo al teléfono, y que en mi iracundia miento leyes y madres, campechaneadas, y que el ángel exterminador se apersona en mi depto.: “¿Y cómo hingaus le voy a exterminar sus bichos, si el de junto está hasta la madre, y de allá se las redama para acá?”

– ¡Que se las erradiquen al de junto, y pague él!

– ¿Y? ¿No van a seguir vivas las del restorán de la esquina, que es el que lo surte de cucas, y al restorán la bodega de junto, y a la bodega el sanatorio, y al sanatorio la estación policiaca, que recibe las cucas del burdelito de aquí a la vuelta, atascado con el animalero que le llega desde la sacristía de San Ramón Nonato, que nomás imagínese si hubiera nacido?

– No entiendo lo que quiere decir.

– No entiende porque se hace pendejo, con perdón. ¿No le puede entrar, o sea en la cabeza, que México entero está infestado de cucarachas? Ciudad por ciudad, barrio por barrio, casa por…

– ¡Bueno, pues, hasta nunca!

Y ya. Yo, infestado de cucas, nomás me quedé pensando. ¿Limpiar el cucarachero de los cuerpos policíacos? ¿Y el de los tres poderes de la Unión, los partidos políticos, la cúpula del periodismo y el alto clero, el gran capital, los intelectuales orgánicos, los organismos corporativos de control obrero y unas masas sociales donde el que tiene más saliva traga más pinole? (Suspiré. Qué más.)

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