¡Vamos, México!

La Perra Brava, mis valedores, esa horda enfervorizada por los artífices del delirio colectivo, unos merolicronistas que ¡en torno al clásico pasecito a la red, válgame! pontifican, campanudos, desde  todos los medios de acondicionamiento social.  Pero vaya que resultó trágico para una fanaticada  el que viera caer de cara al sol a “sus muchachos”  con todo y Piojo, de suerte tal, mala suerte, que ahora ya no existe un motivo para una locura colectiva que rebasa los límites de lo grotesco y esperpéntico, porque para la Perra Brava  ya no hay motivo para enloquecer, disfrazarse a lo ridículo  y lanzar a los vientos su grito de combate:

– ¡Eeeeh! ¡Puto!

A la Perra Brava ya sólo le ha quedado el licor…

Bastante licor. Porque de súbito la fanaticada se ha dado  el encontronazo con la realidad. En canchas de Brasil “ha” sido descalificada. Vamos, México. Vamos a casa. Y es que “nos” hemos pasmado en la etapa de sempiternos adolescentes incapaces de ubicar la fuente de la enajenación, la dependencia, la manipulación: el Sistema, valido de unos alquilones que “analizan el carácter estético del juego como se analizaría una obra de arte. Pero no nos dejemos engañar: crean una pseudo-cultura basada en valores irrisorios para uso de unas masas a las que no se les permite el acceso a la cultura, y a las que se manipula y se condiciona para la pasividad, para la no acción, para hacerlas sentir, mañosamente, héroes por delegación”.

Y esto más: que el fútbol, como espectáculo para las masas, “sólo aparece cuando una población ha sido ejercitada, regimentada y deprimida a tal punto que necesita cuando menos una participación por delegación en las “proezas” donde se requiere fuerza, destreza y habilidad, a fin de que no decaiga por completo su desfalleciente sentido de la vida”. Patético.

Ahora que lo recuerdo: hace ya casi tres décadas que “celebramos” el México 86. Sometido a concurso el que sería su logotipo, triunfó la propuesta de alguna sobrina de algún funcionario de la TV: un chile; pero un señor chile, un chilazo; si morrón, si serrano o cuaresmeño, a saber. Yo, que de chiles apenas conozco alguno, mal pudiese aclarar tal incógnita. Un chile, y no más, uno al que los “creativos” de alguna agencia de publicidad vistieron de futbolista mexicano: chaparrito, jetoncito, peloncito, rostrín mofletudo, chata nariz, de apipizca unos ojillos donde anida la socarronería, y el consabido gorro alón en la testa. ¿El resto? El sagrado uniforme de “nuestra” selección, la de “nuestros muchachos”: camiseta verde, blancos los calzones, rojas las medias y en las patucas unos botines de este tamañito, miren, cuero imitación plástico y procedencia china, qué diferencia de los botines tamaño familiar de los  Salinas, Montiel, Fox y los hijos de toda su reverenda Marta. Botines de futbolista, y  ya está ahí el delicado símbolo de todos los mexicanos: un chile de este tamaño; ¿serrano, guajillo, piquín, cuaresmeño? Uf.

Y llegó junio de 1986, y en un Goloso de Santa Ursula que hervía de licor, banderines, banderolas y otras patrioterías semejantes,  se dio el patadón oficial de salida.  A balón seguido y más allá de la escandalera y la bien pagada manipulación de cámaras y micrófonos en vivo y a todo dolor, de costra a costra y de frontera a frontera. se jugaron los encuentros, y lógico: “nuestros muchachos” cayeron al primer hervor, el torneo llegó a su fin y el “México 86” dio el cerrojazo. Y ya. ¿El resto? Mugre,  basural desencanto, licor. Fue entonces cuando una caricatura…

(Mañana.)

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