Desconcierto de Aranjuez

El presente es un relato que en un principio dudé en incluir en esta sección de artículos y fabulillas porque alude a una experiencia personal acerca de un servicio social del que no había oído hablar ni me interesaba, pero que me ha provocado un raigón de agradecimiento. Se trata de un mundo fuera del mío al que  acabo de entrar. Mis valedores:

Soy físicamente sano y por lo mismo desconozco la cultura de la enfermedad, y es por ello que la súbita punzadilla me espantó y trájome atarantado durante media semana. Y qué hacer, sino acudir a mi Aída madrina, remedio de los problemas que yo no pueda solucionar, y ella, la benemérita:

– A consultar al especialista del Sanatorio Español.

Yo no tengo, como ella, derecho a los servicios de la institución como no sea con el pago correspondiente al especialista en cuestión. Me mostró una lista de los susodichos, y ándenle, qué sonorosos los dos, tres apellidos, con muchos “de” e “y” intercalados entre un Sanjurjo Moratinos, un Montero Benavente  y un Aranjuez Perelló de Córdoba.

Fecha y hora de la cita, difíciles. Que una agenda saturada, que una convención en Rochester, que… la punzada, síndrome Obama,  invasora. Yo la zozobra, el temor y el temblor. Finalmente:

El día de la cita llegamos con dos horas de anticipación y con dos horas de retraso pudo verme la cara el especialista Aranjuez. En los cinco, siete minutos que permaneció con la testa clavada en alguna carpeta antes de percatarse de mi presencia revisé el consultorio, y sí,  hace juego perfecto con un estacionamiento de setos bien recortados, la elegancia y ambiente perfumado de la sala de espera, la discreción de la melodía instrumental y la belleza y buenos modales de las recepcionistas. Finalmente, observándome inquisitivo, el Aranjuez: “Diga”.

Dije. Me vio la cara, me oyó la cuita, me tendió una receta y volvió a su carpeta. Y qué pandilla de ceros arrastraba el dígito en la factura, que nunca nadie tanto cobró por tan poco. Y a surtir la receta, y la punzada a surtirme de lleno, porque las costosísimas medicinas nomás Valentín Madroño, y qué hacer.

Entre punzadas se atravesó la Navidad. Yo, por sacudir la rutina del diario vivir, una semana planeé vacacionar en Cuernavaca. Tres cuartos de un día soporté, parte de ellos atejonado en un cubículo de este tamañito, miren. Porque ocurrió que a media mañana, bajo un sol como toro padre, la española y yo recorríamos una calleja de barrio, torcida como sus aceras y salpimentada de tortillerías, artesanías y vendimia de celulares, cuando Aída, de repente:

– Esa pequeña farmacia tiene un consultorio anexo.

Y allá vamos, y a la espera de mi turno observé a los pacientes, que hacían juego perfecto con el consultorio, la calle y la entrañable barriada. Media hora después ya estaba yo en el cubículo de noble austeridad frente a la joven de bata blanca y aspecto mestizo, su cédula profesional como único adorno en el muro de triplay. Ante la morenita abrí la boca, abrí el corazón, abrí todo lo que me pidió abrir. Un examen, una receta, el pago por honorarios tasado en morralla. Cápsulas y pastillas, en la farmacia anexa. Conclusión:

Doctora y medicinas no alcanzaron la suma que cobró el estacionamiento del Aranjuez. La punzada, un día después, muerta del todo, y yo del todo a vivir. Hace rato pensé en Aranjuez, en  Sanjurjo, en la morenita del triplay, e inclinando la testa ante la imagen de esa maga y taumaturga que me traje en la mente, aquí y ahora  le ofrezco este mi ex-voto. ¿El Aranjuez? /(Bah…)

 

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