El mago de Oz, mis valedores. ¿Alguno de ustedes habrá visto la antañona película? ¿Recordará la trama, la acción, los personajes? Qué tiempos aquellos, los de El mago de Oz. Muchos de nosotros, ladeados ya hacia esa región de la vida (penumbra y crepúsculo) donde todo se nos chorrea de añoranzas, a la evocación de esa cinta soltaremos algún suspirillo. Ah, tiempos aquellos que no han de volver…
Yo acabo de ver un trozo de esa película, y ello ocurrió después de la tertulia de anoche, cuando los vecinos del edificio, después de la consabida discusión acerca de los sucesos de Siria, Crimen, Ucrania y Venezuela, con las consabidas maldiciones contra el gendarme universal encuevado en El Pentágono, se desparramaron en dirección al depto. respectivo, recibimos la indicación de don Tintoreto, lavado en seco y a todo vapor, se angostan o enanchan corbatas:
– Van a exhibir en la tele El mago de Oz. Si no la han visto aprovechen.
Y si, yo acabo de verla. A medias. Permítanme que explique el incidente.
Medianoche era por filo. Frente al cinescopio mi Unica y este su amador nos emocionábamos con las correrías hazañosas de una Judy que, niña todavía, cruza la pantalla (voz de ave, ricillos) bailoteando al unísono de El León Cobarde, El Hombre de Hojalata abrumado de orín y El Espantapájaros que anhela un humano corazón. Temerario él, que no calibra riesgos de infartos y amores mal avenidos, si lo sabré yo. En fin, que ahí estábamos; yo, en el sillón, pocillo de tila, cuasia, borraja y cuachalalá en mano; a mi lado, bebiendo de mi pocillo, mi Issa; danzando en el cinescopio brujas, magos y demás fantasmas, los del bosque encantado y los de un televisor con la antena ml orientada.
Pues sí, pero a media película comencé a cabecear, los párpados más pesados que retrato de Cocoa, Calderón y Ernesto Cordero juntos, y sí: sin apenas sentirlo y con varias noches de desvelo por leer hasta tarde, la Judy Garland y demás lacerados ya habíanme trasladado a la región de las pesadillas, esas “yeguas de la noche”, que se nombra inglés a tan infernales visiones. Todo un tropel de endriagos, magos dañeros y hechiceros malignos me acalambraban a espeluznos cuando, de repente, el genio de turbante y torso desnudo desnudó la cimitarra y de un tajo me cercenó el parecito de compañones: “¡Esos no, porque me..!” Y el parón.
– Cálmate, cielo, te quedaste dormido en mala posición.
– ¡Mis vergüencitas, amor! ¡Me trozaron las..!
El desastre. El mago de la cimitarra me había forzado a pujar, y al pujar manotear, y al manotear antellevarme tetera, pocillo y jarrón de gladiolas con uno que otro margaritón. Medio litro de ardiente infusión de tila, cuasia, etc., se encharcaba en mi entrepierna y chorreaba al sillón y la alfombra.
– Yo arreglo el problema. Vamos a que te acuestes en la cama.
– ¿Pues qué, ya terminó la de caperucita y el lobo feroz?
– Fue El mago de Oz, y finalizó hace unos minutos. Sécate, ponte el pijama y duérmete. Yo te alcanzo después de que arregle la alfombra.
– Con que terminó El mago de Oz…
– Y ahora vendrán otros magos, los López-Dóriga del noticiero, que van a fijar la verdad oficial y a mostrar a los aturdidos de la de plasma un México color de rosa, muy al gusto del mago mayor.
– ¿Quién? ¿Obama, Slim? Niña, por qué no me cuentas, en síntesis, la película. Sólo recuerdo el drama de una niña sin hogar y unos… (Esto sigue mañana.)