¡Cuán gritan esos malditos!

Aquí mi retablo anual de noviembre, el mes de los fieles difuntos, los ecos de ultratumba y el memento homo. Hoy (tristón, memorioso,) pienso en Don Juan Tenorio. Lo estoy oyendo, con Mozart, en el aparato: fachendoso, fanfarrón, arriscado. Vida hazañosa.

Noviembre es el mes de Don Juan, cuando la tradición se encuentra y da testerazos con el figurón sevillano de oropel, capa y espada, plumón al viento y desplantes de matasiete, ese macho entre machos que recorre las noches sevillanas siempre en urgida brama de amoríos de traspatio, de trasputín, que a algunos resultan los más deleitosos. Noviembre.

Este mes da vida, efímera también, al romanticismo teatral del XIX español, que en escenario frondoso se nos torna hazañas y tropelías del héroe de fuegos fatuos y lances de encrucijada, el bigardón de la bravata y el voto a tal, el de las imprecaciones a cielos e infiernos y la violación de honras femeninas. Noviembre da vida -pasajera también, como toda vida que se respete- a la rendida y crédula doña Inés, y a la de Pantoja que a lo largo de este mes vuelve a troncharse al asedio verbal, todo retóricas y prosopopeyas, del labioso logrón de todo lo que huela a cosa femenina. Aquí tomándolo en serio y allá entre befas, morcillas y chabacanas parodias, este mes y sobre el escenario habrá de resucitar esa procesión de fantasmones que pese a su tufo de cadaverina y formol sobrellevan empaque de inmortales. Don Juan.

Del romanticismo español se nos cuela vivito y trovando ese verraco de las fanfarronadas y los queveres de alcoba. Están aquí las balandronadas en metro octosílabo y los arranques aspaventeros del Burlador, azote de hogares con mozas honestas y hosterías con mozas del partido, que para el gusto del garañón tanto monta, monta tanto. Aquí llega, raso y terciopelo, y clama una vez más: ¿No es verdad, ángel de amor? Noviembre.

Por esos imponderables que nunca faltan en la humana industria es que mi Don Juan se alza a mitad del foro y resiste el paso de las épocas, las glosas más burdas y las más crueles parodias, las más chabacanas y convenencieras del espectáculo. Aquí está Don Juan Tenorio para el que quiera algo de él.

¿La representación de un carácter humano? ¿Un personaje real, posible, de tres dimensiones? ¿Un mito, y no  más? ¿No pasa de ser un sueño, y los sueños, sueños son? «En modo alguno Don Juan representa al prototipo del caballero español, ni el del aventurero, ni el del conquistador de honras femeninas; los elementos que forman la psicología del Tenorio son irreductibles a un ente humano». Es un mito, y los mitos, mitos son.

Sí pues, pero su estatura de héroe a la altura de las galerías, su empaque de gallo de fiero espolón a ojos del vulgo, su mala fama, tan buena,  de agitador de agazapados deseos y apetitos mal confesados, ¿esos quién se los quita?

Mito será, formol y carantoña engolada muy al XIX español, pero ahí nos llegó, con noviembre, este sevillano de utilería, drama y parodia, para el que quiera algo de él, y a propósito:

¿Quién fue aquel José Zorrilla, creador por antonomasia del Don Juan? Fue un dramaturgo que vivió 11 años en México para de vuelta a España vilipendiarlo; uno que llevó vida arrastrada; que vendió su alma (su Don Juan) por mucho menos de lo que vale el dramón; uno que de epitafio  asentó esta frase: Lo que constituiría mi desgracia sería vivir todavía algunos años más.

Conque no paséis afán – de aquí adelante por mí, – que como vivió hasta aquí – vivirá siempre Don Juan.  (¿Sí?)

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