(Mi retablillo anual)
¡Libérame de la muerte viva! ¡Libérame de la vida en la muerte, libérame de la vida y de la muerte!.
Y otro día amaneció esta ciudad. Fue un día como hoy, pero de hace 28 años, cuando esta nuestra casa común amaneció a ser lo que desde entonces ha sido: la herida que no cesa, y el llanto y el duelo colectivo por la tragedia descomunal. Que la memoria histórica permanezca. La memoria de los caídos. De todos ellos.
Hoy se me viene a la mente Agadir, la ciudad de Marruecos a la que un sacudimiento telúrico arrancó desde sus cimientos porque hace décadas fue remecida por un sismo mortal de necesidad. El México nuestro sobrevivió entero, más entero que antes, que la sobrevivencia es su signo. Mientras el mundo permanezca no acabarán la fama y la gloria de México-Tenochtitlan. Agadir fue destruida, pero esta nuestra ciudad se irguió, suturó sus mataduras y siguió su destino: altiva, inmutable, eterna. Es México, la capital. Mis valedores:
Hoy, como año con año, evoco la tragedia de Agadir, que sobrevive en el testimonio del poeta Arthur Lundkvist, quien logró salvar la vida en el drama sísmico que arrancó del mapa aquella ciudad. Días después, ya vuelto a Suecia, su tierra, sobre la experiencia traumática del fallecimiento de Agadir creó un extenso poema, vivido, lírico y visceral, “para cumplir un deber para conmigo y con los demás, tanto para con los supervivientes como con sus muertos”. Hoy, con fragmentos del citado, me propongo recordar, honrar, testimoniar mi homenaje a tantos que sucumbieron bajo las furias del sismo que acalambró los entresijos de nuestra ciudad capital. Por cuanto a Agadir, la desventurada, aquí diversos fragmentos del poema, que invito a pronunciar. En silencio.
El cielo era de un azul duro, de éter y acero, – el sol era un horno abierto y el día una piedra blanca laminada por lenguas violeta, -las nubes llegaron como humo de carbón. – De repente el suelo se sacudió, profundos estremecimientos recorrieron la tierra – los perros contestaron de todas partes con aullidos prolongados, y un lamento sordo surgió de las gentes.
Me oí gritar en sueños (nunca podré saber qué grité) – mientras el terremoto crecía, irresistible – y las sacudidas se hacían más fuertes, más violentas, parecían venir de todas partes al mismo tiempo. Una revolución surgía de las entrañas de la tierra, – un trueno de las profundidades, abrumador y pesado, -un estallido de paredes, un agrietamiento, un desmoronamiento…
¡Libérame de la muerte viva! – Más insoportable que la locura es esta tumba en las tinieblas, – las piedras me cubren y me rodean, -no hay aire suficiente ni para que respire una rosa; – ¡asfíxiame de una vez, como unas manos estranguladoras! – ¡Ahógame, aplástame con un bloque de piedra! – Todo menos esta tortura en el ara del sacrificio. -¡Arranca ya el corazón de la víctima, clava el cuchillo de piedra!
Agadir, nunca más, – Agadir, para siempre en nosotros, ciudad de la vida y de la muerte, vida y muerte unidas, – Agadir, hundido ya en el pasado, espejismo eterno ante nosotros, – Agadir, preparación, advertencia – de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación, – el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la muerte desvaneciéndose en el espacio, nunca más, – para siempre – Agadir”.
Hoy todos ellos, o aún mejor: todos ustedes, los caídos del Jueves Negro en la ciudad capital, presencia en la memoria colectiva. Ustedes todos. (A su memoria.)