Floridas raíces

El soberano viento de los bosques lejanos, saturado de fuertes perfumes, pasaba con el susurro melancólico de las altas frondas.  (H. Frías: Tomóchic.)

Este divagar sin rumbo por tierras de mi nacimiento fue motivado por cierta foto añeja donde el tiempo oscureció la blancura y empalideció los negros, y será la cercanía de mi viaje reciente a mis terrones zacatecanos, será  la foto de marras, que estoy mirando, será esta hora neblinosa del atardecer o la mansedumbre de una llovizna que de repente alebrestan bandazos de viento. ¿Cuál será la raíz de este mi ánimo macilento que se contrista y arropa en vagorosas, indefinibles  nostalgias y tristuras por el tiempo que se me fue para nunca más? Y esta opresión de costillas adentro, y este ánimo contristado…

Pero no pensar mal; no pensar bien, más propiamente. La foto que tengo bajo mis pupilas no es la de hembra garrida, no es la de la sota moza cuyo nombre, añudado al mío (con eñe), grabé en el tronco de aquel eucalipto en el parquecillo municipal. (Hoy, signos del tiempo, otra pareja de enamorados eternizó sus nombres a un lado del nuestro: Ciro y Martín, y el tosco grabado de algo levemente parecido a un aguacate, un corazón, uno de los compañones. Las veredas del amor…)

Dos palomitas azules / paradas en un romero / la más chiquita decía / no hay amor como el primero.  (Y esta tristura…)

De un caserío bienamado es la foto, de mi zacatecana Jalpa Mineral,  y  muestra un retazo de caserío, una calle trazada a cordel, la ermita (dos cuernitos y un caparazón de caracol), e imponente telón de fondo, toda crestas, barrancos y peñascales, la serranía. Morones. Majestuosa. Descomunal. El Cañón de Juchipila arropa la tierra de mi querencia, la de niñez, adolescencia y primera juventud. Hoy voy por la quinta, y la vivo como ser la primera; como ser la última. La contemplación de la foto me he puesto a rumiar recuerdos con saborcillo a nostalgia. Y aquel suspirar…

Una noche pasé en descampado, que fue de remotas hogueras, viejos sones de la tierra trovados  en falsete la primera voz y la segunda grave, largo son que arranca ecos  desflecados de sembradío yuntero a coamil:

No me busques por veredas – mi bien – búscame por travesías – allá encontrarás, si quieres  – el amor que te tenia. (Aolí…)

Versadas de la provincia, tonadas del interior, que son la sangre y el zumo del paisano ayuntado a la tierra, al cogollo de la tierra, a su hendeja; estoy por decir la hendeja por donde fui parido y la  hendeja a donde habré de volver. A la paz de la tierra, la mía. Yo, su pertenencia, sin más.

Estuve en mi terruño y volví a paladear sus comidas sápidas y picantes, delicias del paladar campirano rudamente indigestas para el arrimadizo. Mi lengua recordó la dulzura de la pitahaya, colores hurtados al mejor Tamayo, y es  así como de mis derrumbaderos he traído conmigo olores de humo de ocote y sabores de aceite y miel, tactos, sonidos, imágenes de esas que junto a la caja de cartón acarrea el paisano que viene a buscar la sobrevivencia,  a hacer por la vida en esta inconmensurable colmena de laboriosas abejas de salario mínimo, de zánganos del puesto público y de (cuándo iba a faltar) la abeja reina de cuento de hadas, efímero cuanto real, en el que cada seis años todas, por turnos, se sienten reinas del colmenar, si no es que sus hadas madrinas. Y si no, ¿recuerdan ustedes a la Sahagún? ¿Habrán podido olvidarla? Yo no, para mi desgracia.

¿Por qué les comparto mis provincianas vivencias?  Eso, después. (Vale.)

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