Amores perros

El viaje reciente de Barack Obama a nuestro país, mis valedores. El por qué, no alcanzo a definirlo, pero algo provocan en mi ánimo tales visitas del vecino imperial. Por retirarme el vago malestar que experimento luego de reflexionar no en lo que se dio a conocer, sino en eso que pude inferir de la entrevista, me he puesto a releer cierto relato de L. Turrent que aquí sintetizo:

Soplaban los ventarrones de la Revolución. El protagonista central, militar villista, era rudo, áspero, insensible Su contraparte, un ser insignificante, despreciado, infeliz. Era “El Perro”, como le apodaban, mote elocuente.

Y azares de la revuelta: ocurrió que al despreciado le achacaron un crimen que no cometiera, y muy a la usanza “revolucionaria” me lo iban a fusilar, y en un muro del camposanto le formaron el cuadro: “¡Preparen armas! ¡Apunten!»

¿Pero fusilar al pusilánime? ¿Cómo, si no podían mantenerlo de pie? Un desmayo de ánimo, un desmayo de piernas, y aquel terror que acalambra y acogota al débil de espíritu y temple desfalleciente. El oficial de mando:

– ¡Levántese, hijo de la tiznada! ¡Muera como los hombres!

Pero una vez más el terror, el desmayo, las convulsiones del cobardón. Enterado de incidente, el coronel acudió con los de turno y, sin saber por qué, salvó la vida al pusilánime. No lo hubiera hecho: de ahí en adelante la sumisión absoluta del recién resucitado por el militar que, entre el desprecio y la lástima, le salvara la vida. El apocado se arrimó a su salvador y se dio a servirlo en todo y con todo, hasta granjearse el apodo de “El Perro”. Abyección.

“Ahí lo tenía siempre, sus ojos humildes, fieles, puesto en mí. Me daban ganas de correrlo, de echarlo, tal como se hace con un perro de verdad, para que no siguiera cuidándome el sueño, pero él me seguía como mi sombra. Es repugnante que un hombre descienda a esos abismos de servilismo”.

Y ocurrió de repente, a deshoras de la noche:

– ¡Vienen los carrancistas! ¡No podremos resistir!

La huida. Villistas y simpatizantes, por salvar la cuera (lo único con que pudieron huir), abandonaron el caserío tratando de ganar la sierra mientras los perseguían los primeros balazos. “No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Iba a pie trotando y bordeando desfiladeros”. La luz del amanecer suponía nuevos peligros. Y a correr, los plomos silbándoles por los lomos.

“De repente, el galope aquel. Nos parapetamos”.

Y ante el asombro de todos va apareciendo “El Perro”, que traía el caballo del coronel. “Las balas silbaban entre los árboles, pero ahora yo iba sobre mi penco. Detrás de mí, en ancas, mi sombra, el “perro” que había cruzado las líneas enemigas y recibido los disparos de los carrancistas. Como montaba muy mal se sujetaba en mis hombros con manos temblorosas, muerto de miedo como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar. Corría mi caballo. Huíamos del peligro. Nada atendía sino esa fuga».

Por fin. Ya estaban en la zona dominada por los villistas. El coronel frenó su montura. “Miré con asombro aquellas manos lívidas, crispadas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas”.

Y que al intentar volverse hacia el servicial éste resbaló y dio contra el suelo. Una bala destinada al coronel había sido absorbida por los lomos de “El Perro”. «Lo llevé a sepultar al camposanto. De él conservo una última visión: junto a un depósito de basura vi un perro muerto, de vientre inflado y patas encogidas, con unos ojos turbios tercamente fijos en la basura”. Y ya.

¿Por qué releí el relato? A saber. En fin. México, Obama. (Qué más.)

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