«Para bailar como Michel Jackson»

Esta vez la mexicanísima aspiración a convertirnos en gringos de segunda, mis valedores. A modo de evidencia, lo ocurrido en julio del 2009 en la Unión Americana:

El estadio Stapless Center de Los Angeles se convirtió hoy, martes, en La Meca de miles de peregrinos, la mezquita que guarde las plegarias de millones de fans a lo largo del globo.

Leí en el periódico, escuché en la radio  y contemplé en las fotos la locura colectiva que produjo en el orbe el deceso de aquel drogadicto esmirriado que dejó a nuestro mundo, por toda herencia, unos pasitos de baile y algunos sonsonetes entonados con vocecilla de andrógino degenerado. Ya en México, tiempo después, miles de jóvenes con atuendo de Michael Jackson se congregaron al pie del Monumento a la Revolución y permanecieron contorsionándose en el intento imposible de convertirse en la reencarnación del afroamericano. El espectáculo recordaba la aseveración del irónico:

Cuando la moda se torna proletaria se vuelve caricatura.

Nauseabundo. Por cuanto a la multitudinaria concurrencia que acompañó al  engendrillo hasta el panteón, el comentario del médico Octavio Medina, amigo mío y generoso melómano:

– ¿Sabe usted cuántos dolientes asistieron al sepelio de Mozart..?

Semejante psicosis por el deceso del gallo-gallina paidófilo me avergonzó. “Qué le parece el innoble espectáculo ante el fallecimiento por exceso de droga de esa especie de cantante y bailarín cuyo duelo ha contaminado todos los países del orbe».

Yo, aquel sentimiento de pena y verguenza por sentirme uno más de esa humana ralea que Chomsky moteja de rebaño de perplejos que exhiben el espectáculo de la necrofilia ante el féretro del negro desnaturalizado. Hasta ese grado el innoble espectáculo que exhibe el rebaño ante la muerte. El poder del Imperio, que a la viva fuerza nos encaja una tabla de valores extraña al modo de ser de nuestra mente colonial. México.

A la mente se me vino la figura mitológica de Anteo el gigante, hijo de Poseidón (Neptuno) y de la Madre Gea (la Tierra), que desafiaba, vencía y asesinaba a todo viajero que cruzaba por sus dominios. Consciente de su fuerza física se atrevió a retar a Heracles y se enzarzó con él en fragoroso combate  cuya victoria dudaba entre este o aquél. Ah, la feroz trabazón de músculos tensos, la pelleja perlada de sudor, los resoplidos, la lucha mortal. ¿A dónde se decidiría la victoria? Imposible adivinarlo, que tan vigoroso era el hijo de Zeus como forzudo el hijo de la Madre Gea. El combate se prolongaba…

Porque ocurría que a la acometida de la fuerza heracleana un disminuido Anteo parecía vacilar, tambaleante, y con zancas vacilantes afianzaba sus pies en la tierra, y entonces lo extraordinario: entero otra vez, el hijo de la Madre Gea reanudaba sus embestidas y emparejaba la lucha. Una y otra vez. ¿Por qué, se preguntaba Heracles, tan asombrosa recuperación? Y fue entonces. De súbito lo entendió y procedió a alzar en vilo al gigante, para con toda facilidad estrangularlo en el aire, y ahí murió Anteo.

Porque ocurría que al posar los pies en el suelo, su Madre Tierra transmitía al gigante renovado vigor. Arrancado de su fuente de vigor, el forzudo perdió fortaleza y encontró su muerte. Mis valedores:

Un perverso Heracles, gringo de origen. con el arma contundente de «medios» impresos y electrónicos, nos desnaturaliza al adulterarnos leyendas, tradiciones e idiosincracia, memoria histórica y hábitos alimenticios, formas de hablar y de pensar, de ser como mexicanos. (Sigo mañana.)

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