Mártir de América

Wojtyla beato, Ratzinger Papa emérito, Francisco parodia del poverello de Así. Ante unos monarcas medievales a los que caracterizan el boato, la soberbia, la prepotencia y la simulación, se yergue la figura altiva de un profeta que con su ejemplo predicó la palabra viva del Evangelio, que en defensa de un pobrerío oprimido por la bota y el espadón ahijados del gringo y los  Papas de Roma echó su vida por delante y la perdió (la ganó) por la causa que se había echado a cuestas hasta el día de la bala en el pecho.

Oscar Arnulfo Romero, mártir de El Salvador.

Lo mataron. En su tierra lo mataron. Un solo disparo terminó con la vida del religioso, del luchador, del héroe, del mártir, mientras celebraba misa en su iglesia de San Salvador. Aquel 24 de marzo de 1980 lo asesinó un matarife de ARENA, la ultraderecha del Roberto D’Abuisson  canceroso de cuerpo y ánima y matarife intelectual que alquiló al gatillero. ¡Y lo llamó héroe!

El religioso presentía su muerte y estaba presto a entregar la vida por la causa que amaba. La palabra viva del bienamado de El Salvador:

 He sido amenazado de muerte. Como cristiano no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Si llegasen a matarme perdono y bendigo a quienes lo hagan.

Profeta al modo de Isaías y defensor de los desvalidos, el arzobispo fue asesinado al elevar la hostia en instante de la Consagración. Su cuerpo cayó fulminado al pie del altar. Uno de sus fieles amigos:

“Lo supe esa tarde. Acababa de nacer la primavera. La mañana había sido calurosa y clara. Cuando lo supe, llovía. Una lluvia nueva, generosa, blanca, que envolvía los cerros. Oscar compañero había resucitado en la llama de una bala. Sólo una bala precisa, amaestrada, prevista. La lluvia fue el gran perdón que caía sobre El Salvador. El perdón del caído. El Mártir de América había ganado la batalla a sus asesinos”.

Eran años aciagos para El Salvador, sacudido por una crudelísima guerra civil entre la guerrilla del FMLN y el ejército del gobierno, apoyado, y cuándo no, por EU.

Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse sus amenazas, desde ahora ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador. Yo resucitaré en las luchas del pueblo.

Y el final de la homilía que le granjeó una bala en el pecho:

– Yo quiero hacer un llamamiento a los hombres del ejército, de la policía, de los cuarteles:

¡Hermanos: son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios, que dice no matar!

¡Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación!

¡En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo les suplico! ¡Les ruego! ¿Les ordeno en nombre de Dios! ¡Cese la represión!

Y lo mataron. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador. (A su memoria.)

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