¡Contra la pública corrupción!

Así que el gobierno priísta se dispone a combatir la corrupción lucrativa e impune de los servidores públicos. Nada menos que ese PRI que en sus anteriores 71 años de existencia se la pasó practicando toda suerte de corruptelas, al grado de que cada sexenio, a decir de  Emilio Portes Gil, uno de sus jerarcas, arrojó comaladas de millonarios. Y ahora el lobo con piel de etc. se nos presenta como el apóstol de la honradez y la honestidad públicas. ¿Qué dice la historia, a propósito? A las masas sociales ya nos tomaron la medida…

Hablando de ese Tricolor que se nos presenta con ropón de virtud va aquí un atento recado a un cierto licenciado o algo por el estilo acerca de cuyo nombre, profesión y filiación política los «medios» aún no se ponen de acuerdo:

Señor licenciado Julián Alfonso Olivo, Olivos u Olivas, titular de un proyecto de  dependencia gubernamental que ya desde ahora algunos nombran «Atención ciudadana» y otros «Normatividad ciudadana» o algo parecido, y que en fecha aún no determinada habrá de suplir a esa alcahueta de corruptos que fue la hoy agónica  Sec. de la Función Pública, que regentearon titulares de la alzada de Salvador Vega Casillas y Rafael Morgan Ríos.  Es México.

Señor Olivo, Olivos u Olivas, que para el caso es lo mismo:

Mi recado comienza con un episodio estrictamente familiar, pero cuya moraleja pudiese serle útil en esa encomienda gubernamental no por ambigua e imprecisa menos trascendental para la buena marcha de este país de corruptos. De contexto una referencia al edificio que fungió como recinto escolar donde cursé mis primeros estudios: la presidencia municipal, escenario del suceso de marras.

“Fue mi libro de texto un amor escolar”, rememora el poeta de la niña aquella que tenía en las manos “el aroma de un lápiz acabado de tajar”. En su añoranza se advierte un dejo de tristura por el tiempo que se fue para nunca más. Ella, ¿dónde estará? ¿Vive o muere a estas horas? Y aquel regusto a nostalgia…

El poeta habló del aroma; yo, de la fetidez, porque mi libro de texto escolar fue la pestilencia de un lugar excusado ubicado a la vera de la cárcel, que recuerdo con su reja de este grosor, miren, corazón de mezquite, lo único que tenía de corazón, y que a la entrada lo advertía en letras de molde: “Horror al crimen”. Horror…

Pero un momento, señor de los Olivos, no pensar mal. La cárcel se alzaba en un rincón del palacio municipal de mi Jalpa zacatecana  y es sólo un punto de referencia y el escenario del episodio que a usted pudiese resultar de provecho.

Saliendo de la cárcel (por dinero o por influencias), a mano izquierda se extendía un corredor atestado de mesa-bancos, donde docenas de cabeza-duras intentábamos entender quién, cómo y por qué determinó que dos y dos fueran cuatro, si es que viene a resultar que lo son. Ahí, entre sofocos de geografía y matemáticas presencié algunas veces el arribo de víctimas y asesinos, aquellas envueltas en un petate y éstos  liados con sogas, y al calabozo.

“Horror al crimen”. Conocí entonces el rostro del matón y, amarga la boca, las bocas abiertas a lo bestial con una chaveta cachicuerno en una carne ahora  ya rígida; yo, el muchachejo que araña la adolescencia con su sensibilidad a flor de espanto. Lóbrego.

¿Que a qué viene todo eso, preguntará usted, señor tal vez  licenciado y quizá  Olivo, Olivos u Olivas? Porque ya en el remate de la gestión de Marcelo Ebrard Casaubón -seguridad en su nombre, si no en su ideología política… (Esto sigue después.)

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