Apócrifo

(Mi retablillo anual.)

El martes, muy de madrugada,  se vino Juan Diego de su casa de Tlatilolco, y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre pasar, dijo: “Me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora”.

Pero ahí salió a su encuentro al otro lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?”

“Niña mía, voy a causarte aflicción: voy presuroso, Señora, porque está enfermo un mi  tío Juan Bernardino y he de llamar al párroco”.

Pero ahí siente Juan Diego que la Señora del cielo mirábalo con su modo de mirar y que leía en lo profundo de su ánima. Avergonzado de su mentir clavó una rodilla en tierra:

“Y cómo engañarte a ti, Niña mía, cómo engañarte. De intento torcí mi andadura para hacérteme el perdidizo porque  anoche mi tío Juan Bernardino, en sus delirios fiebrosos, tuvo una a modo de revelación: al verme llegar pegó un gran suspiro:

“¡Dichosa mi sangre, bienaventurada mi semilla, porque mi sobrino Juan Diego llegará a los altares!” Los sus ojos, Niña mía, fulguraban.

La Señora del cielo, mansas pupilas, miraba a Juan Diego, y sonreía…

“Entonces me eché a dormir, pero no dormía. ¿Yo a los altares? Eso quiere decir que la Niña mía del cielo va a convertir el desierto en rosas, y las rosas de la tilma en el milagro de su Imagen del Tepeyácac, y que al prodigio la cristiandad va a edificar capillas, ermitas, templos y basílicas a la honra y gloria de Dios y su Madre santísima”

Ella, sonriendo, le extendía sus brazos.

“Lo supe entonces: de todos los rumbos de la rosa van a acudir hasta ti romeros y suplicantes, pero también cierto pontífice reaccionario que va a mirar a un mi  México hundido hasta el pescuezo en la pobreza global, a una comunidad flagelada, castigada por el modelo neoliberal, y un descontento que amenaza tronar, a estallar de repente. «¿Ah, revoluciones a mi?” Y va a urdir el truco de darles un bato –un beato, perdón- y luego un santito, pararrayos de la  cólera de mis paisas. Yo, Niña mía, mirándome gestor de milagritos intentaba dormir, pero el sueño, andavete”.

Vio entonces, o figurósele, que se añublaba el mirar de la Niña...

“Y así, Madrecita, presentí que mi expediente, que en cosa de cuatro siglos había dormido en santa burocracia el sueño de los beatos, iba a levantarse y a andar, y que en el alba del XXI estaría yo en mi nicho de santo de palosanto.

“¿Y tal presentimiento atribula tu pecho, hijo mío el más pequeño?”

“Y cómo fregaos no. ¿Tú conoces a mis paisanos? ¿Te imaginas al más pequeño de tus hijos tieso en su nicho, con la marabunta de penitentes a mis pies –a mis sandalias-, exigiendo de Dios, por mi santa intercesión, lo que hoy, porque se niegan a pensar,  ¡e-xi-gen! inútilmente al Poder?  Que realice el milagro de mirar por ellos, ¿te imaginas? ¿No te impacienta que en vez de asumir y contra lo que les enseña la Historia los muy penitentes deleguen siempre, una y otra vez, en un enemigo histórico al que imaginan aliado?

Por evitar que las masa sigan delegando en santos  y politicastros y forzarlas a  asumir el papel que les corresponde; por eso fue que traté de hacérteme el perdedizo, Niña del cielo. Tú has de perdonar a la más pequeña de tus criaturas, ¡pero nada de aureola! Todo lo que quieras, Niña de mis ojos, ¡pero santo no!”

La de Guadalupe, entonces, juntó sus manos, ladeó su cabeza, suspiró y parece que sus pupilas se rasaban de lágrimas, y así se nos quedó en la tilma. (Obsérvenla.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *