Cerdos y otras lindezas

El periodismo, mis valedores, oficio honesto para algunos de sus oficiantes que repudian el dinero fácil y un borbollón de oros y «honores» para quienes deciden ser los voceros oficiosos de un Sistema del que la industria del periodismo forma parte esencial.
Leo que el gobierno de Puebla   apela a la ley para castigar a los periodistas que desde los «medios» han venido tachando a los funcionarios de cerdos, marranos, drogados, descerebrados, etc. Que esos periodistas, al parecer, andan ardidos porque se les retiró las ayudas económicas a que estaban acostumbrados. Los periodistas.
A uno de ellos admiro, y para mí eso es bastante: a Don Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, que inició su oficio en un tiempo en  que el periodista libre, sin acuerdos secretos con el Poder, no avanzaba en su oficio más allá de la cárcel de Belén, las tinajas de San Juan de Ulúa o la muerte violenta. Tal fue el caso, en cierta forma, de ese primer fabulador que parió nuestro Valiente Mundo Nuevo, si dejamos aparte a Fernando de Alba Ixtlixóchitl y algunos más que nacieron tiempo atrás al arrimo de frailes y conquistadores.
Lizardi: vida comprometida con la denuncia de vicios y corruptelas de un México que se asomaba a la independencia. Periodista por vocación, El Pensador fue también novelista y dramaturgo, y por necesidad de expresión, versificador. Admirable.
Porque admirable resulta la obra del liberal tanto como la del  moralista y filósofo, educador y pluma de sátira pronta. Pero primero y antes que nada fue Don Joaquín un varón de virtudes que a golpes de denuncia pública defendió sus ideales y difundió su verdad por todos los medios a su alcance: el ensayo, el libelo, la farsa, el artículo, la novela y hasta la misma versificación. Frente al privilegio económico de tantos colegas hoy recuerdo a Lizardi, creador del inmortal Periquillo Sarniento que no han leído los mexicanos porque los mexicanos ven cinescopios y pantallas de plasma, pero no leen.  Y luego por qué esta mediocridad…
La historia pública de El Pensador arranca en 1811, cuando a los 34 años de  edad se avoca a la difusión de las ideas, así en los campos del periodismo como en la ficción y en esa mercadería volandera que fueron las hojas sueltas en las que rumbo a todos los rumbos se desbalagaban sus sátiras, denuncias, arengas y reclamos a favor de la moral y las buenas costumbres; hojas sueltas que se leían en callejas y plazuelas, en la posada, el figón y el camino real, prefiguración de esa literatura que, peripecias históricas más adelante, soltarían las prensas de Venegas Arroyo para difundir, con las hazañas del arriscado y el valentón y la jácara y los lances de amor,  las calaveras de Posada y aquellas levantiscas cuartetas que ayudaron a desmoronar la vera efigie de PorfirioDíaz.
Y cuán ásperas iban a resultar las circunstancias donde Lizardi delineó el primer gran mural de la vida y las costumbres del México que en sangre y dolor nacía a la vida independiente, episodio nacional del que El Pensador hizo el retrato hablado con lenguaje de típica y acendrada raigambre popular y una fiel recreación de tipos de la mejor tradición picaresca heredada del Siglo de Oro español: el tahúr y el sacamuelas, el recuero y el coime, el bandido y el matasiete, la putancona y el sacristán. ¿Los escenarios de la picardía lizardiana? El  calabozo, el mesón la mancebía y demás universidades del crimen y la vida arrastrada. Mis valedores: ¿si leyéramos al Pensador? (Si seré cándido.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *