Que en medio de la noche y de un bosquecillo de pinos, dije a ustedes ayer, se alza un bunker custodiado por escuadrones de sardos y policíacas equipados con fauces de alto poder, que tal es el tamaño del miedo que acogota al impostor. En el intestino grueso del bunker el susodicho padece en sueños un fiero tropel de pesadillas que lo cimbran y estrujan, lo acalambran y fuerzan a clamar al cielo implorando un milagro ahora que va a tener que abandonar el bunker y buscarse un escondrijo lo más distante posible de toda esta gente a la que haiga sido como haiga sido tanto agravió con su llegada a los pinos. Por ahí va la cosa.
. Que en su auxilio acuda el celeste espíritu que su devoción de hijo predilecto del Verbo Encarnado haya merecido, suplica en sus pesadillas. El tocayo San Felipe de Jesús, pongamos por caso.
Y sí, ocurrió entonces. Qué milagro no implore un beato del Verbo Encarnado que no le conceda el Altísimo. Ahí, de repente, al conjuro del angustiado, en la evanescente región de las pesadillas se produjo el portento: arropado en capullo de vivas llamas, entre acezantes hocicos de lumbre y apestoso a azufre casi tanto como el que en su pesadilla convocó al ángel de lo sobrenatural, el espíritu de ultratumba que el dormido merece ascendió hasta el cubil escondido entre los pinos. “¿Quién osa llamarme?”
«¿Eres tú el que merezco? ¿Eres Miguel Arcángel, vencedor del Maligno? ¿O eres el propio Maligno? Como que tu cara me resulta conocida.
«Soy el espíritu que mereces, un perito en odios, desprecios, aborrecimientos. Mírame bien».
«¡Pero si eres Díaz Hordas! Yo esperaba que en mi auxilio viniera el propio Verbo Encarnado.
Tal es el espíritu que merece el chaparrín. ¿Quién osa mentarlo en sus pesadillas? ¿Quién ha invocado a Díaz Hordas, el más despreciado de los mortales?
Tufos, tizne, pestilencias. Manos chorreantes de sangre, sangre inocente, sangre de «daño colateral». Díaz Hordas. Al conjuro del nombre, el chaparrín de la pesadilla clama, acalambrado, desde el mero cogollo de la esperanza:
“Espíritu del mal, santo señor de los despreciados, patrono de los abominados, libérame del aborrecimiento general, Díaz Hordas bendito».
Los del bajo vientre se le acalambran. Retortijones. Aires que apestan a azufre. “Tú que supiste del odio popular, que en vida y muerte padeces la repulsa general, que en el recuerdo de tus paisanos serás el maligno per secula seculorum, y que de eso tuviste que morir, de maligna dolencia en el seculorum. Diaz Hordas, auxíliame».
Eso, en el bunker. Acá, afuera, ante unos habitantes insomnes frente a la realidad objetiva de todos los días y de todas las noches, en calles y callejones el santo y seña de la ciudad: repicar de bombazos, crepitar de incendios, tableteo de armas de alto poder, granadas de dispersión y apagados gritos, órdenes, retemblar de disparos, pánico. Y rápido, a recoger descuartizados, descabezados, colgados en los puentes del periférico. ¿Cuántos esta vez..?
Silencio. Luego un aullar de bestias montaraces y ese relámpago en seco. Ave María. En el intestino grueso del bunker se va a producir el milagro mayor. Milagro de pesadilla, pero milagro.
«Así que el bendito Díaz Hordas es el celeste espíritu que merezco…
“Yo, sí, el matancero y perito en odios multitudinarios. Yo, que tras de la carnicería viví –si aquello haya sido vivir- apestado, execrado, canceroso (porque al que obra mal se le pudre el seculorum). Este que ahora soy viene en tu auxilio. Levántate y anda”.
(Mañana.)