La peste

Al punto del mediodía me puse a observarla: bañada en sudor y la cabellera en desorden continuaba parapetada tras de sus peroles hirvientes, preparando una tan cantidad de alimentos que se diría para alimentar a todo un regimiento. Y se trata, en efecto, de toda una famélica multitud. Una muchedumbre de roedores. Quién se iba a imaginar a la dueña de toda la finca como esclava de una plaga de ratas…

Yo día con día trato de auxiliarla, pero ella, en silencio, con un ademán rehúsa mi colaboración. Tal parece que intenta expiar una culpa, de pagar un crimen. Yo, contra mi voluntad, me retiré hasta un rincón de la cocina y me puse a observar las fatigas de la señora. Y es que conozco el motivo de su rechazo: así paga su delito de haber permitido la entrada a la granja a un cierto granuja, un  advenedizo que convirtió un pasaje edénico en una pesadilla de muerte y destrucción. Macabro.

(Desde los sótanos de la casa asciende el hervor enconado de una muchedumbre de ratas que en su impaciencia por devorar la comida  roen tierra y madera de los entresijos de la finca. Quién te mira y quién te vio: seria, callada, reconcentrada en sus peroles hirvientes de sebos y líquidos, la señora se apresura con los recipientes de metal. Dentro de un momento arrojará la comida encima de los roedores, amos absolutos de la situación. A lo lejos, descargas de fusilería…)

Un edén era la granja cuando vine a prestar mis servicios como jardinero, que se extendieron hasta el aseo y el mantenimiento de salas, salones, habitaciones. Un abigarrado cinturón de verdes y flores de todo tamaño y color circundaban la finca donde libres deambulaban ardillas, conejos, y liebres, que la señora conocía uno por uno, y que a uno por uno mimaba y daba de comer mientras cantaba viejas canciones de la tierra vieja, la amada perrita “Brisa” a sus pies. Por la forma amorosa de tratar a todos, aun los perros guardaban un trato armónico con los gatos, y ellos con los ratones y las ratas de campo. Y la paz. Y allá vienen las dos, la señora con su “Brisa” en brazos. Canturreando.

Amor distante, silencioso amor hacia una dama que sólo parecía tener amor para su “Brisa”,  yo mantenía tan limpia la finca como mi sentimiento hacia la dicha mujer que con su dulce ternura frenaba cualquier intento de declaración sentimental de mi parte. Y la paz.

La paz hasta que de repente aquel mal día decembrino veo que aparece el depredador, mediocre insignificante cuya catadura no presagiaba el daño que iba a causar en la finca, y que con malas mañas y una pandilla de maleantes detrás se hizo nombrar administrador de la finca. Ahí se iniciaron los años del horror, de la sangre, de la pesadilla…

Fue el tiempo de la devastación. El impostor, con su pandilla de patibularios, comenzó a lo sañudo su devastación de ciervos, borregos, y liebres habitantes de los bosques que circundan la finca, arrasamiento que comenzó con la mortandad de perros y gatos domésticos, que sucumbieron ante las balas del invasor. Aquel día contemplé a la señora, que en silencio con sus manos crispadas, intentaba volver a la vida los despojos estertorosos de su “Brisa” consentida,  que agonizaba en su regazo. La señora olvidó la costumbre de cantar.

Ya los bosques una pura devastación de pieles y pelos, uñas, plumas y pezuñas, las balas de los matarifes se enfocaron en lo que aún permanecía vivo en el bosque:  ratones y ratas de campo. Los sobrevivientes, instinto de sobrevivencia, se fueron a refugiar en los sótanos de la finca. (Mañana.)

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