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Septiembre de 1988. El primer impostor en la historia moderna de México trepaba a Los Pinos. El entonces diputado Vicente Fox, dos papeletas electorales a modo de orejas de Carlos Salinas, desde el estrado invitó a los legisladores a imaginar la escena del recién electo que llegaba a su residencia, y ante Cecilia y los hijos decía estos conceptos imaginados por Fox:

– Siento miedo de no poder cumplir con la altísima responsabilidad; sí, hijos, me siento triste porque me he  visto obligado a pedir a muchos de mis amigos que aun por encima de sus principios morales me ayudaran a lograr este triunfo, y lo tuve que hacer porque pienso que México no está preparado para la democracia, que necesitamos continuidad en el mando y que tengo que responder al compromiso que mi amigo Miguel me ha transferido para conducir a este pueblo mal educado.

Revuelo, protestas, rechiflas, malestar. El C. Presidente del Colegio Electoral: “Se ruega al orador aclare los hechos que solicitó para su intervención”.

Terco, obcecado,  Fox sigue su soliloquio, que atribuye a Salinas:

– Tengo que cuidar, hijos, que por la vía democrática no llegue al poder la amenaza de la desordenada y anárquica izquierda. Ni tampoco la reacción; pero mucho menos, hijos, podemos entregar el  país a nuestros enemigos, quienes de llegar al poder, impedirían que todos mis amigos priístas sigan enriqueciéndose.

– Siento miedo porque la gente no votó por mí, y mis amigos tuvieron que llenar las urnas; miedo, porque acabo de ver que Miguel, para poder informar al pueblo, tuvo que instalar un dispositivo de seguridad que abarcó más de ocho cuadras a la redonda del Palacio Legislativo. Yo, Salinas, tengo miedo, hijos, porque la situación crítica en extremo de la economía pone en entredicho el futuro y la viabilidad de esta nación; miedo, porque el pueblo no tiene qué comer y qué vestir, ni  cómo satisfacer sus más mínimas necesidades; porque no puedo evitar cargar a mis espaldas la pesada y nefasta carga que se llama PRI. Estos momentos de reflexión, antes de enfrentar el triste destino que me espera, quiero recomendarles a ustedes que vivan una vida con verdad, que sean congruentes consigo mismos. Cómo quisiera que el Colegio Electoral pudiera no sólo abrir los paquetes electorales…

– ¡Señor diputado Fox! (El Presidente del Colegio Electoral.)

–  Sino que en apoyo a la Constitución y al derecho pudiera legitimar y aclarar ante todo el pueblo mi triunfo electoral, o que de no haber sido un proceso electoral limpio se me relevara de la obligación de tomar este trago amargo de gobernar contra la voluntad del pueblo, y sobre todo de tener que dar la cara a ustedes, mis hijos y mi esposa. Pero todo esto, claro, es un sueño.

“Y así sigue soñando Salinas. Yo pido que aunque tenga que ser el Presidente, lo legitimen haciendo siquiera un buen dictamen, de acuerdo a la Constitución, a los reglamentos y a la lógica. Muchas gracias”. (Aplausos, silbatina.)

Y ahora yo le pregunto,  señor Fox: ¿cómo interpretaría  hoy  al émulo de Salinas, que en la foto contempla devoto y como en éxtasis toda la sangre de Juan Pablo II que cabe en esa a modo de jeringa de inyectar mientras carga, indiferente, toda la sangre que pueda caber en más de 50 mil cadáveres? ¿Qué sarcasmos pudiese dedicar a Calderón? Sería un recurso mucho más facilón que ironizar sobre el robo de una presidencia porque se trata de sangre, luto, dolor, lágrimas, duelo colectivo de millones de familias masacradas junto con toda una nación. (Yo vuelvo.)

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