El payo inocente

A eso me referí ayer ante todos ustedes: al payo que fui y que no he dejado de ser. La ingenuidad primeriza, en cambio, a bofetones de desilusión me la desfloraron los camanduleros que nunca faltan y siempre salen sobrando, lo mismo en los pantanos politiqueros (Gordillo, Salinas y conpinches) que con  los ensotanados Tartufos del calibre de Maciel,  Onésimo, Rivera y Sandoval Íñiguez. ¿El asesinato de esa ingenuidad primeriza? El hermanito de la Cocoa, que a la advocación del Verbo Encarnado, terminó por ahogármela en su alucinante delirio de sangre derramada.

En fin, que tal dije a ustedes ayer: que allá por mis años de adolescente llegó la feria trashumante a mi Jalpa Mineral, y con la feria el circo, y con el circo los camanduleros, peritos en el embuste y la trampa en los juegos de azar. Que mi inocencia se fue a enredar en el pícaro del juego de la bolita.

– ¡Métanle para sacar! ¡Los .ulos no van a la guerra, y en que no se arriesga no pasa la mar!

Me arriesgué. Quise ir a la guerra, y así le fue a mi candor de payo irredento. Al ver que el palero sacaba dos pesos cuando sólo había metido uno (pesos fueres, 07.20, de los que los bergantes del juego de la bolita politiquera terminaron por escamotear), saqué de la bolsa mis cuatro cobres, y allá voy, a aprovecharme del “candor” del pícaro y doblar el capital y enriquecerme a lo fácil.  Y va mi primer moneda al cuenco de la derecha que, yo por mi madre lo hubiese jurado,  escondía el garbanzo, y entonces…

¿Pues a qué horas me lo cambiaron, si claro vi que quedó de este lado? Santa simplicidad…

Ya el resto se lo imaginan ustedes: va una moneda, van dos, para reponerme, y van los cobres, el aguilita de plata; y en tanto el palero del peso fuerte retiraba sus buscas yo iba dejando en la mesa del trapacero todo mi capital. Trágame, tierra (zacatecana).

– ¡Métanle para sacar! ¡La suerte, como las olas, va y viene, viene y va, y el que no arriesga no pasa la mar!

En una mano temblona mi último cobre  y cobre en el sabor de  la boca me encontró mi padre, aquel mi padre don Juan que en su vida fue tacto, decoro y suavidad, con sólo en sus ojillos la malicia en rescoldo. Pero esa tarde, mis valedores, lo estaba yo viendo y no podía creerlo. Y es que semejante metamorfosis de quien ahora, como siempre que se disponía a regañarme, omitía el tuteo:

– ¡Qué hace usted con estafadores! ¡Cómo es que así se deja robar!

De “usted” me hablaba, mala señal. Y de no creerse: iracundo por primera vez en su vida, se enfrentaba a un individuo: “¡Regrésele sus centavos!”

El truhán, sonriendo, la malicia en un rostro de bigardón: “¡Metiendo y ganando! ¡El que no arriesga no pasa la mar..!”

– ¡Este jueguito es una trampa vil! ¡Está prohibido por ley!

Encendido su rostro, mi padre miró a los presentes: “¿Verdad, señores, que este es un juego ilegal?” Los feriantes, pura mofa, burleta, disimulo. “Oilo, te lo vendo”.“Pa guarachis, que no tengo”.

Uno se dirigió a mi padre: “Compatriota, aquí el correligionario está haciendo por la vida, y la lucha es permitida”. Otro de los mirones: “Aquí el cristiano ganó en buena ley. Todo fue legal, me costa. ¿No,  Chinicuil?” Y el tercero: “Ha de saber, ciudadano, que esta honorable feria está respaldada por un estado de derecho, que aquí todo se maneja conforme a la  ley, y dentro de la ley todo, fuera de la ley, nada. O sea que aquí usté le jerró y se lo cargó la tiznada. ¿No, tú,  Talamantes?” Y sonreía a sus compinches. (Mañana, el final.)

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