A usted me dirijo, señor presidente, con la debida aclaración: yo no voté por usted. No me agradó que llegara a la presidencia, ni cómo fue que lograse llegar empujado por la fuerza de codos y brazos, y por la puerta de atrás de la Historia, su puerta excusada. Yo no lo estimo, no le tengo un asomo de voluntad ni lo admiro, nomás eso me faltaba. ¿El objeto de mi recado? Paso a expresarlo.
Lo prevengo, señor: el destino de usted no va a ser simplemente el olvido cuando deje de ser o de aparentarlo. No va usted a pasar al desván de la Historia por la desmemoria de 110 millones de olvidadizos. Qué diera usted por que el Verbo Encarnado le otorgase la gracia de ese olvido misericordioso, pero no, que sería un expediente facilón. ¿Olvido de todas las masas sociales, cuando a usted lo contemplan alrededor de 60 mil cadáveres, la mitad de esa cifra integrada por mujeres y niños, adultos y ancianos, muertos a punta de plomo mientras que la otra mitad cuenta ancianos, criaturas y niños en edad escolar que fallecieron de hambre por culpa de las políticas económicas y financieras que usted aplica, sañudo, al acatar las órdenes de allá arriba, de Washington?
Que diera usted por que del 2012 en adelante fuese su suerte la de uno al que he de referirme, que varios años vivió encuevado allá por sus rumbos, señor, los de Chapultepec. Ese tampoco brilló con luz propia, que fue siempre una mediocre sombra de sí mismo. Ensoberbecido fantasmón, muestra viva del esperpento y la ridiculez, la complacencia de unas masas facilonas lo exaltaron hasta un nivel que él nunca, por sus hechos, llegó a merecer. Al final de su ciclo en Chapultepec ya nadie hacía aprecio de él, redrojo ya de regreso a su condición de sombra, polvo, nada. Señor presidente:
Dos ingredientes sazonan estas reflexiones: la primera es esa suerte de tristura que deja en el ánimo todo lo efímero y mortecino, lo que se pierde o se ausenta, lo que se desgaja para nunca más; la segunda: impaciencia ante la desidia de unas masas enajenadas, a las que el duopolio de la televisión manipula y torna dóciles y dependientes hasta el grado de que propicien que al rumbo de los pinos llegase otro mediocre al que las muchedumbres también aclamaron a punta de papeletas de voto porque ese parece ser el destino de las masas populares: aclamar la mediocridad. Siempre, por más que en el caso de usted lo aclamaran no más allá de las dos docenas, siempre al otro lado de las “vallas artes” y los miles de guardianes que lo protegen de algún exasperado dispuesto a cambiar su vida por la de usted. (El saldría perdiendo en el trueque, créamelo.)
En fin, que el hoy desahuciado fue apenas ayer Quinto Sol de los macehuales. Para ellos fue ayer Tonatihú con ribetes de Quetzalcóatl y flama ante cuyos fulgores rondaban moscas y moscardones y uno que otro mayatón. Hoy, finalmente, el infeliz amanece a ser sombra de olvido, y no más. Dentro de mí, señor presidente, percibo un amago de compasión por el anterior apestado, el derrumbado anterior, el desdichado que así cayó en la desgracia, mediocre infeliz; pero luego hago cuentas de todo el incienso y copal inmerecido que a su hora y desde todos los medios de condicionamiento de masas le quemaron tantos serviles (ser viles), y entonces sí: en lo íntimo de mi ser me alegro de su defenestración como el que en un tiempo fue el consentido de las mayorías encandiladas con la masquiña, la hojalata, el relumbrón.
Esto aún no termina, señor presidente. (Vale.)