¿Provinciana ignorancia?

¡Mil millones de dólares a cien años!, se escandaliza el analista Damm Arnal porque “un relajado y eufórico” Calderón anunciaba que “con esta operación  se cubren las amortizaciones de deuda externa de mercado del Gobierno Federal”. “¿Contraer deuda nueva para pagar deuda vieja?  ¿Dentro de 100años, ¿cual será la inflación y el crecimiento de la deuda?  ¿Es correcto que un gobierno contraiga deuda que tendrá que pagar otro gobierno? Aquí finaliza la crónica de mi reciente vista a la zacatecana Jalpa Mineral.
Ese día madrugué. El caserío, amodorrado. Cuánta paz. Enraizarme en el terruño. Enterrarme en el calicanto. Feliz. No  sismos, no smog,  no hampones que nos asalten ni hampones que nos quieran extorsionar, ni un gobierno hampón que nos roba a lo impune. Quedarme aquí, alejado de la compulsión y los 30 mil cadáveres que ha descuartizado la guerra particular del de Los Pinos. Dichosa provincia, sabia ignorancia de cuanto achaque agobia al capitalino. Seguí al parejo de la andadura en la que Rutilo hacía su reparto de leche. En un costado de una casuca se entreabrió la puerta de atrás:  “Pst, pst”.
El gañán: “Leche pa usté ya no hay,  doña Enedina. Me la va a perdonar, pero ya me debe dos meses”.
“Arrímese pa acá”. Y la doña Enedina se recargó en el vano de la puerta, lo miró a lo provocativo, soltó un suspiro gordo, y esa apicarada sonrisa y el parpadeo de ojos mientras sobábase con sus dos manos ambos cuadriles, y aquel mojar con la lengua sus dos carnosos, y la feliz provinciana que vive ignorante de lo que ocurre en el mundo: “¿No habrá modo, Rutilo?”
– ¿Modo de qué, doña Enedina?
– Ande, no se me haga el faceto. ¿Sí?
– ¿Sí qué, doña Enedina? ¿Se refiere a la leche?
– Me refiero al jocoque, no sea ranchero.
– Y cómo no, si en mi rancho nací y allí he vivido toda mi vida.
– Deje ahí la leche y véngase al requesón. Calientito. Entre a mi cuarto pa que iníciemos pláticas.
–  ¿Y qué pláticas  tenemos qué iniciar allá adentro?
– Renegociar la deuda, ¿no ve que ya me engrí con su jocoque?
– Pide el más difícil de los imposibles, doña Enedina.
– ¿Y por qué usté no me deja colocarle todo mi bono?
Agucé el oído. ¿Con que la provinciana ignorancia de mi región? “¿O nomás Calderón tiene derecho de bono?”
Un aullido de perro rabioso. ¿O acaso lobo estepario o coyote en brama?  “Mire: se me viene,  se relaja conmigo y sale “relajado y eufórico”  después de surtirme de leche. Anímese, y le coloco mi bono enfrente.  Sea usté buenito, yo estoy dispuesta a enseñarle sin reservas mi fondo, el de las reservas.  Entre pa dentro y va a sentir qué bono. Ande, no se apriete, no sea ojo y échele un ojo. Mire.
– Tápeselos,  cuidao con el aire chivero, luego le da un enfriamento que la calentura se le va per secula seculorum.
–  Suyo es el secula,  si los entriegos borrón y deuda nueva. Chéquemelo con todo y mis  bonos de corto plazo.  ¿No se le antojan? ¿Por qué no colocamos un bono pagadero en 100 años, por qué nomás Calderón?
Y fue entonces. Yo, impaciente ante un lechero  reservón, salgo al frente, y válgame, lo devaluado que quedan mis bonos: “¡Yo le cubro la deuda con mis afores, señora!” (¿Que qué? ¿Y el cristiano ese de dónde salió?) Ella, entreabriendo la puerta: “¡Échatelo, Jílare Clinton!”
¡Una perraza, Dios! Pelándome los colmillos se me echó encima. Yo, trompicándome por media calle, a gritos: “¡Que me muerde los bonos..!”
¿La provinciana ignorancia? (Bah.)

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