El domingo 15 de marzo de este año se celebraron elecciones para la presidencia de El Salvador. Contendían Rodrigo Ávila, derechista y represor, candidato de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), y el progresista Mauricio Funes, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Tras décadas de gobiernos reaccionarios ganó el periodista de izquierda, «con probada honradez y profesionalismo».
La génesis de esta nueva etapa en la historia de El Salvador se escribió en nuestro país, con el Castillo de Chapultepec como sede simbólica fue ahí donde en 1992 se firmó la paz entre la guerrilla y el gobierno salvadoreño. Ello después de que el tanto de toda una década «el Pulgarcito de Centroamérica» vivió requemándose en las vivas llamas de la guerrilla y la metralleta, actividad de la que pudo cosechar un amontonamiento de muertes, civiles más que de uniformados, además de una lóbrega sucesión de mutilados, damnificados, desaparecidos, exiliados, en fin. Durante los gobiernos derechistas y proyankis de ARENA, a lo largo de décadas, el santo y seña en el país hermano fueron los desgarramientos internos y los odios empozados, la sangre derramada y las lágrimas; y el caos. El Salvador…
Ahora por fin, los dos bandos en contienda firmaban la paz. En enero de 1992, en el Castillo de Chapultepec, se congregaron, con el «compatriota» de México (Salinas), el presidente salvadoreño y los comandantes de la guerrilla, y entre todos firmaron el documento de la paz. Fue un jueves. Al final se escucharon aplausos. Ahí, en el momento de entregar su AK-47 al mediador, habló el comandante Shafick Handal:
El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional ingresa a la paz abriendo su mano que ha sido puño, y extendiéndola amistosamente a quienes hemos combatido, como corresponde a un desenlace sin vencedores ni vencidos. Nosotros no estamos llegando en este momento como ovejas descarriadas que vuelven al redil, sino como maduros y enérgicos impulsores de cambios hace mucho tiempo anhelados por la inmensa mayoría de los salvadoreños».
Y al término del protocolo, recordando los años de la guerrilla, su expresión vulgar, escatológica y humanísima, a fin de cuentas:
– Hijueputa! Esta mierda se acabó… ¡y nosotros seguimos vivos…!
Nosotros, dijo Shafick. Ellos. Pero esa paz había sido lograda al precio de su propia sangre, por los sacerdotes jesuitas, monseñor Oscar Arnulfo Romero y el poeta, guerrillero y héroe civil ¡muerto por sus propios compañeros de guerrilla! Roque Dalton, poeta de El Salvador.
La paz será cuando la luna se despida del agua – con su corriente oculta de luz inenarrable – Nos robaremos todos los fusiles – invisiblemente…
Roque Dalton. Estoy mirando su foto: rostro gris, indefinido, casi como el mío propio, como el de cualquiera de ustedes; pero no, son los rasgos de uno que en su muerte guerrillera anunciaba el estallido de la paz. Su biografía personal, escueta.
Dalton fue uno de los salvadores de El Salvador, varón de redaños que vivió su existencia a trancos, y que a chicotazos de exilio fue desmoronando nostalgia y poemas, siempre a salto de cárcel y trasterras hasta la hora del sacrificio final. Riguroso destino.
Haz nacido – para desentrañar la solución del odio – para ascender, llevando al pueblo de la mano – a la altura del trueno…
De Roque Dalton apenas tengo noticias; que en vida fue de los más relevantes poetas de su solar; que se comprometió en la lucha de su gente con todo lo que ello supone de militancia política destierro y, casi por ley natural (por ley humana, inhumana) el sacrificio violento de la propia existencia Sé que vivió entre nosotros, en esta ciudad capital, y que por acá le editaron su primer libro: Ventana en el rostro, poemas; sé también -¡alucinante!- que lo vinieron matando sus propios compañeros de lucha. Que si por cuestión de estrategias, de ideologías divergentes, de tácticas revolucionarias, de… Ah, trópico…
Ventana en el rostro, mis valedores, es un librillo enteco, de apenas 130 planas, pero todas apretadas de muy elocuente, visceral poesía; el volumen se integra con toda una sucesión de poemas techados en la cárcel o en exilio; de esos poemas que se publican casi siempre en ediciones póstumas, después de que el poeta fue asesinado con lujo de crueldad, uno de los pocos lujos a que tuvo acceso en su vida (De Dalton y un su paisano hablaré después.)