Un dulce olor a podrido…

Las seis gavetas del «cuarto frío» del SEMEFO de Ecatepec fueron abiertas para que se ventilen, dado que son insoportables los olores de los cuerpos en avanzado estado de putrefacción.

Ahora mismo me acuerdo. La noticia de hace algunos ayeres me revolvió mis huevos, que me acababa de merendar al tiempo que revisaba el matutino. Asqueado subí a mi habitación buscando la querencia de las tablas, las de mi camastro, cuando en eso, de repente, ¿y esa pestilencia? ¿El SEMEFO en mi cuarto? Y qué ambiente corrompido, qué insoportable hedor. El aire del cuarto olía, y no a ámbar. Haya cosa Y rápido, a ventear el origen de la pudrición….

Lo eché a retozar, el olfato. Las abrí de par en par, las ventanas de la nariz, y empecé a jalar chiflones de aire pestilente, y pajareaba hacia todos los rumbos, tratando de ubicar el nauseabundo hedor. Pero la ubicación, andavete. El estómago, aquel amago de vómito. ¿Pero la pestilencia? Me fui sobre las pantuflas; rechinando de limpias. Caí sobre los botines: impolutos, qué diferencia con los botines de los Salinas y Cía., esos que con su peste de impunidad corrompen el ambiente de todo el país, en tanto unas masas que viven, beben, piensan y respiran el clásico pasecito a la red, a la pestilencia le dan el golpe, como al cigarrito. Es México. Pero la hediondez de mi cuarto…

Abrí el cesto y probé con la ropita de abajo que me acababa de quitar. Los calcetines, nada; los de color fiusha, cocoles morados y corazoncitos color de rosa, rosa mexicano, nada; la de algodón (la camiseta), nada, y así el de cuello de tortuga, y así el de mezclilla, y así el de pelos (el chaleco). Pues sí, pero la peste en un ser. Seguí olfateando aquí, allá, acullá Pero nada…

Al vaciar el buró se me vino de golpe toda mi vida sentimental. Rizos de mujer, cartas de amor, cintas que perdieron su color, flores marchitas. Y el olvidado nomeolvides, la muerta siempreviva y la foto diluida, por su envejecido color más daguerrotipo que foto, de aquella mi inolvidable que ya olvidé. Ah, los amados fantasmas de aquellos amores que de mí se fueron para nunca más, fantasma yo mismo para cada una de las que en su momento fueron mi único amor, mi primer amor. Porque en verdad os digo, mis valedores: todas en su momento, fueron el único amor, y el primero. Aquí, el suspirillo. (¿No los estoy aburriendo? Sigo, pues, con mi pestilencia)

Seguí rastreando la fuente de la hediondez, y (no me lo tomes a mal, Nazareno) fui y pegué las narices al santo cendal del Cristo de mi cabecera. Le di un pasón. Pero no; él yacía en la de ocote, en su aroma de incienso y suavísimo olor de divinidad. Pero aquel hedor me provocaba náusea, con los hovos a la altura de la epiglotis, donde esa madre venga quedando. Uf..

Qué me quedaba por hacer, sino perpetrar (¡yo también!) la maniobra de todo intelectual cuando se dispone a vender, alquilar o empeñar la conciencia por una beca, un premio, alguna canonjía o el chayóte nuestro (suyo) de cada día: me culimpiné y púseme así, miren (indecoroso vil), o sea en cuatro, y olisqueando como podenco de cazador recorrí la alfombra, las fosas nasales taponadas de pelusa y basurillas, hasta que mi nariz chocó con mis choclos. Y a olerlos y volverlos a oler, hasta que aquella voz:

– Levántate, no pidas más perdón. Con eso me basta

Miré hacia arriba, y la náusea Los choclo no eran mis choclos, sino los de mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., que llegaba de la piquera, la de Violeta con Insurgentes. «Los lengüetazos me los das otro día».

Qué pena Me erguí, colorado, tantito por el esfuerzo y tantito por la mortificación. «Ando tras una pestilencia». «¿Ah, tú también tirándole a que el Calderas te tire un huesecillo con Germán o San Camilito el gachupas..?»

Lo puse en antecedentes y sí: me dijo Pitágoras que dos narices huelen más que una- que cuatro agujeros husmean más que dos. Ahí andábamos el par, ya a pie firme, ya pecho a tierra (a alfombra), ya culímpinados y con las narices escoriadas de tanto olisquear. Pero la peste seguía, y del origen ni sus luces.

El reloj de pared. Cachivache descompuesto, que alguna vez el Jerásimo abandonó en mi habitación. Le abrí el ventanuco, pensando: viejo y su cuerda debilitada, el pajarraco podría haber hallado la muerte por inanición. Y me puse a olisquear el pájaro y sus dos contrapesos (qué feo se oyó), cuando el vozarrón cacardioso:

– ¡No te metas con mi cucu..! (Lo demás, mañana)

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