México y EU llegan a un acuerdo camionero, que pone fin a la prohibición de dos décadas que impedía el ingreso de camiones mexicanos a territorio de EU.
A propósito, mis valedores: fue el miércoles pasado cuando se firmó el acuerdo y fue un incidente de miércoles el que me llevó a conocer los riesgos a que se enfrenta el transporte mexicano en territorio gringo. Cuidado. La crónica:
Aquella tarde, a tres cuadras del edificio, me topé con la emergencia; un trailer con el motor haciéndola de fumarola, con trailero y machetero, cubeta en mano, buscando un grifo (de los de agua, no de los de yerba) con qué apagar la humareda. Obsequioso que no fuera:
– Jálense aquí a la vuelta, que yo les doy su agua. ¿Traen herramienta para reparar el motor?
Frente a Cádiz se estacionaron. Mientras chofer y machetero, con la trompa levantada (la del cofre del motor), desarmaban eso con aspecto de bomba (unipersonal) yo, por hacer plática, mostré al trailero el matutino del pasado miércoles: “¿Ya vio? Apresúrese a dejar como nuevo su trailer”.
– Hágamela buena, mi señor, porque el problemón entre nosotros y los gringos lleva ya vario tiempo.
– Si el acuerdo se tardó fue porque los transportistas mexicanos no cubren las normas mínimas.
– Ese es racismo, discriminación. Norma que nos pongan enfrente, norma que les cubrimos, ¿no, tú, Champotón?
Obsequioso que es uno. De parte mía, el recalentado se los fue a aprontar La Macarena, trabajadora doméstica. Recalentado del mediodía. “Los traileros son mi especialidad”. Se recompuso, se relujó, y allá va, con los sudados todos olorosos. Tacos sudados. Obsequioso que es uno.
Pues sí, pero lástima; la noche entera la pasé en vela, y conmigo gran parte de la colonia de Mixcoac: el trailer música a todo volumen dedicada a la Tuta y al Chapo Guzmán y cumbias cimarronas, música grupera, la quebradita, redova y acordeón a 20 mil decibeles. Los traileros albures a gritos entre risotadas y mentadas de madre. Las tres de la mañana. ¿Escuché quejidos? ¿Sollozos de mujer? El sueño, andavete…
Serían las dos, serían las tres, las cuatro, cinco o seis de la mañana, cuando el súbito traqueteo del motor, la retreta con las de aire, las cornetas, y ojos que te vieron ir. Luego, el silencio. Amanecía. Traté de dormir, pero de súbito la tía Conchis, conserje del edificio:
– ¡Baje para abajo, bigotonzón! ¡Córrale!
Allá voy, en camisón, escaleras abajo. De repente, ya en la banqueta, friégale, el resbalón. Vi estrellas. La tía: “Y dese de santos que fue en el charco de aceite. ¿Ve acá?”
Igual de resbaladizas, pero infinitamente más asquerosas, las descargas corporales junto a rosetones de humedad en un muro que amaneció pintarrajeado con grotescas figuras, pelos y señales. “Y qué tal si el changazo lo da en esos, mire”. Vidrios rotos. Botellas vacías. Vómito. Restos de cigarros hechizos. Mota en greña. ¿Ya supo lo la pobre Macarena?”
– ¿La violaron?
– Nomás ellos dos. En el cajón del trailer. No, y lo peor: le bajaron relojito, medallón, pulseras. Antes no le descubrieron el diente de oro. Dios me tentó el corazón y me dio valor para bajar a ayudar a la pobre violada. ¿Sabe que por un pelo me le escapé al machetero?
Leí en el muro: “Ojillo el que lea. Yo a la criada ya”.
– Y qué hacer (dije). Sólo lamentarlo.
– ¿Lamentarlo? ¿Y el cochinero quién lo va a limpiar? ¿Del incidente con los del trailer quién tuvo la culpa?
Jerga, escoba, detergente. Obsequioso que es uno con los transportistas que se disponen a invadir Norteamérica. (En fin.)