A la feria del caballo en Texcoco me referí ayer, y que la visité con mi única y el Ariel, y que observé con la rueda de la fortuna la fortuna de los creadores de nueva hornada de briagos, y en la casa de la risa la risa idiota de los ahogados de licor, y en los carros locos los locos de droga y licor. A marearse en el volatín cuando el alcohol ya los mareó hasta la náusea y el vómito. En la piquera disfrazada de figón: tres copas por un solo boleto, pero cuidao, joven, no se me caiga sobre el pipián. Nauseabundo.
Porque, mis valedores, esos que año con año arman su trampa para inducir a las juventudes al licor tienen ahí el principal negocio: las cataratas de licor que a partir de la feria, con toros, cirqueros, berreantes y falseteros -ellas, en ropita procaz que exhibe pubis, cóccix y tatuajes vecinos del clítoris ante una concurrencia babeante de licor y lascivia- harán de los jóvenes un poco más briagos y afectos a toda suerte (mala suerte) de drogas. Vi a los feriantes deambular bamboleándose, insomnes sonámbulos, en la diestra una de presidente, casi tan dañino como los que malparen, para perjuicio de todos nosotros, los partidos políticos. ¿Culpa de ellos o de los sobrios y los borrachales? México.
Asistí a la feria y observé a los feriantes, jóvenes la mayoría: clavado en el pecho el mentón, erraban de la carpa al palenque, del merendero al bar y de ahí al muro donde recargarse, y al vómito. Pálidos todos, fija la pupila y la pupila errante, qué contrasentido, volvían al siniestro ritual de la borrachera en el antro de la feria internacional. Texcoco.
Final de fiesta, la tarde ya entre dos luces: la fiesta de la rifa. «Por tantos pesos se lleva usté la de a litro, con la anforita pa la bolsa de su chamarra Sí, usté, ese que pasa babeando». Mi única y yo, en el espanto, tomamos al Arieluco, y a huir. Y fue entonces.
A la salida del recinto corrompido a licor, orines y vómito, observé la exhibición de dos caballos de la perico domé. El cuaco blanco, cuando pasé por su vera, miróme con sus ojos amarillosos mientras me pelaba toda su dentadura y decíame con los puros tomates: “Si serás cándido. ¿Qué tiznaos te ganas con hacer bilis y denunciar que ferias como la de Texcoco son gigantescas piqueras donde se envilece a la juventud y a la runfla de adolescentes aturdidos que caen en sus redes? En este país de borrachos, ¿quién canacos te va a escuchar? Mejor hicieras en darte al pedro tú también. Anda, llégale a la cacardienta ¿O quieres seguir haciéndole al idiota con prédicas en el desierto? Los briagadales, o sea todo México, ¿van a escucharte? Anda, ponte a chupar o lárgate, pero ya no la hagas de pedro”.
¡De pedro! El prieto azabache volteó los cuartos traseros, y… ¿porque le caí mal, porque me reconoció y supo que yo iba a alertar a ustedes contra la piquera descomunal de Texcoco? Lo cierto es que al pasar por su lado, la bestia (bestia, sí, pero ella en su juicio) me estampó en pleno rostro aquella exhalación, el suspiro salido de lo más recóndito del delgado, y con vía libre y a sirena abierta por todo el grueso. Me la hizo de fumarola, y qué hacer. ¿Competir con el penco, pagarle con la misma moneda? Más penco resultaría yo. Y el hedor.
Ya en la carretera, el Ariel: “Feria horrible”.
Mi única y yo nos miramos, sonreímos. Alcé los ojos al cielo, un cielo tan alto como el techo del volks. “Gracias, Dios, que a mi niño le conservaste el candor”. Pero lástima:
– Horrible la feria. Mucho chupe, sí, ¿y de botanas? ¿Nada? (¡Agh!)