Juan Rulfo, mis valedores. El viernes pasado, y por incitar a la lectura de su Pedro Páramo y El llano en llamas, convoqué el espíritu del fabulista de lo real maravilloso que para sus dramas humanos de vida y de muerte (agonías y venganzas, locura de odios y amor) creó una fantasmagórica geografía de caseríos donde unos cuantos sobreviven mortecinos y silenciosos, y de camposantos donde los muertos no cesan de hablar, de vivir. Invoqué el espíritu de Rulfo no porque en estos días esté releyéndolo, sino porque fue el editorial gráfico publicado en algún matutino lo que me llevó a humillar la testa, suspirar y quedarme abstraído en mis reflexiones sobre el mundo rulfiano, y fue entonces…
Mirando, observando el dibujo, se me vinieron a la mente los lomeríos de mi región cuando el tiempo de secas, aquella botánica de lo chaparro, lo enteco, lo encanijado, lo sietemesino, lo que ha nacido muerto de sed más allá del caserío minero que murió, desangradas sus venas de metal.
Me di entonces a la glosa del susodicho dibujo, cuya mínima acción ocurre en una geografía desapacible que en mucho me recuerda la Comala de Rulfo, caserío de encantamiento que yace en la entraña del abandono y en la almendra de la soledad. Entonces comencé la descripción de una geografía que, doncella recalentada, soporta los envites ardorosos de un sol padre, garañón. Aquí sigue la glosa del editorial gráfico.
Mediodía de sol. Inquietante observar que esa rueda de cuervos y zopilotes ha comenzado a estrechar sus círculos en un firmamento estallante de luz. Y es que a medio llano (areniscas y roquedales) se alza de repente aquel cordoncillo de polvo. ¿Un predador muriéndose de sed, al que los rapaces de pico y garra no permiten la paz de una agonía tranquila? (Resequedad y un sol como garañón, y ahogo, ardor, chamusquina, piedras tornasoladas de metal, y sobre las piedras lagartijas de ojillos hipnóticos que se adormecen bajo la carga del sol contemplando, inmóviles, una geografía que parecen querer aprendérsela de memoria. Tercas, pétreas a fuerza de sol…)
De por allá se aproxima el cordoncillo de polvo. Algún coyote de belfos ennegrecidos y lengua inflamada en agencias de morirse de sed, ya en las boqueadas últimas. Testigos de honor la culebra y la tuza, la resolana y las reverberancias, que es decir el universo de lo calcáreo, de lo pétreo, del vivo fuego del sol en aquella geografía que, ánima del purgatorio, viene quedando a mil leguas de todo lo vivo, que es todo lo que tiene el agua al pie. Aquí no: muerte y soledad. Pero aquel cordoncillo de polvo que se agranda al ir acercándose. ¿Qué ánima desdichada..?
No. Yo me acerqué al cordón ceniciento, y no. Un lobo no puede ser, que el bulto es más grande, del tamaño de una res, de un hato de reses. ¿Pero reses en semejante paisaje de muerte y desolación, del que se enseñorean las rugosidades de la lagartija y las escamas de la víbora? Si se trata de un caballo matalote, de un par de vacas, de un hatajo de bueyes, ¿desde dónde vendrán agonizando de sed? ¿Desde qué lejana región que habitan el hombre, el agua, la vida cabal?
Desde mi escondite observo los cuervos: en círculos de negrura van descendiendo con siniestro rumor de alazos. Bajan los cuervos, bajan las auras, bajan los zopilotes graznando tras la carne mortecina. Crrac, crrac…
Pero no, que ese como polvoso espejismo no es un lobo, no es una res, no es un par de caballejos decrépitos. ¡Es un..! ¡Esperpento y delirios! Resultó ser un…
(Mañana, el final.)