Muerte viva

¡Libérame de la muerte viva! ¡Libérame de la vida en la muerte, libérame de la vida y de la muerte!

México, 19 de septiembre de 1985, triste de recordar. Fue un día como hoy, pero de hace 26 años, cuando esta nuestra casa común amaneció a ser lo que desde entonces ha sido: la herida que no cesa, y el llanto y el duelo colectivo por la tragedia descomunal.

Digo sismos y se me viene a la mente Agadir, la ciudad de Marruecos a la que un sacudimiento te­lúrico arrancó desde sus cimientos porque hace décadas fue remeci­da por un sismo mortal de necesidad. El México nuestro sobrevivió en­tero, más entero que antes, que la sobrevi­vencia es su signo. Mientras el mundo per­manezca no acabarán la fama y la gloria de México-Tenochtitlan. Agadir fue destruida, pero esta nuestra casa común se irguió, su­turó sus mataduras y siguió su destino: al­tiva, inmutable, eterna. Es México, la capital.

Hoy, como año con año, evoco la trage­dia de Agadir, que sobrevive en el estreme­cido testimonio del poeta Arthur Lundkvist, quien logró salvar la vida en el drama sís­mico que arrancó del mapa aquella ciudad. Días después, ya vuelto a Suecia, su tierra, so­bre la experiencia traumática del fallecimiento de Agadir creó un extenso poema, vivido, lírico y visceral, “para cum­plir un deber para conmigo y con los de­más, tanto para con los supervivientes co­mo con sus muertos”.  Hoy, con fragmentos del citado, me propongo recordar, honrar, testi­moniar mi homenaje a tantos que sucum­bieron bajo las furias del sismo que aca­lambró los entresijos de la ciudad mexicana. Por cuanto a Agadir, la desventurada, aquí diversos fragmentos del poema, que invito a pronunciar; en silen­cio, tal vez:

El cielo era de un azul duro, de éter y acero, – el sol era un horno abierto y el día una piedra blan­ca laminada por lenguas violeta, -las nubes llegaron como hu­mo de carbón. – De repente el suelo se sacudió, profundos estremecimientos recorrieron la tierra – los perros contestaron de todas partes con au­llidos prolongados, y un lamento sordo sur­gió de las gentes. – Ahora todo dependía de la tierra, de su indiferencia o de su ira.

Me oí gritar en sueños (nunca podré saber qué grité) – mientras el terremo­to crecía, irresistible – y las sacudi­das se hacían más fuertes, más violentas, parecían venir de todas partes al mismo tiempo. Una revolución surgía de las entrañas de la tierra,  – un trueno de las pro­fundidades, abrumador y pesado, -un estallido de paredes, un agrietamiento, un desmoronamiento…

¡Libérame de la muerte viva! – Más insoportable que la locura es esta tum­ba en las tinieblas, – las piedras me cu­bren y me rodean, -no hay aire suficiente ni para que respi­re una rosa; – ¡asfíxiame de una vez, como unas manos estranguladoras! – ¡Ahógame, aplástame con un bloque de piedra! – Todo menos esta tortura en el ara del sacrificio. -¡Arranca ya el corazón de la víctima, cla­va el cuchillo de piedra!

Agadir, nunca más, – Agadir, para siem­pre en nosotros, ciudad de la vida y de la muerte, vida y muerte unidas en un so­lo cuerpo, – Agadir, hundido ya en el pasa­do, espejismo eterno ante nosotros, – Agadir, preparación, advertencia – de lo que quizá nos espera: la gran aniquilación, – el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la muerte desvaneciéndose en el espacio, nunca más, – para siempre – Agadir”.

Ellos, o aún mejor: todos ustedes, los caídos del Jueves Negro, presencia en la memoria colectiva. Ustedes. Todos. (A su memoria.)