La granja de la que les hablé ayer, mis valedores, un retazo de paraíso circundado por florida arboleda que conocí habitada por toda suerte de animales de uña, pluma, pezuña y pelaje. La propietaria reconocía uno por uno a venados, ardillas, conejos y ratas de campo, los cuidaba y les daba de comer. Y cantaba. Recuerdo al ama y señora sentada bajo el almendro, la perrita “Brisa” en su regazo, conmigo ayudándole a distribuir la comida. Y la paz.
Pues sí, pero un mal día llegaron el advenedizo y sus matarifes, y la señora cometió la torpeza de contratar al espurio. Ahí comenzó la ruina de un mundo idílico: la finca conoció el olor de la sangre. En amaneciendo, el impostor, “por ahorrar víveres”, enviaba a sus carniceros a matar a los habitantes del bosque. A balazos. El mismo se avocó al combate de ratones y ratas de campo: trampas, venenos. Pero, afán de sobrevivencia, las ratas huyeron hasta los sótanos de la finca, y ahí se inició el horror…
Primero se apoderaron de la sección del sótano correspondiente a la habitación del fondo, y según se multiplicaban fueron extendiéndose hasta infestar sótano y habitaciones diversas. El rumor del animalero yo lo escuchaba en mis sueños, y en mis insomnios después. Y aquel estremecimiento.
Matanceros y espurio multiplicaron los ataques contra el enjambre de ratas. A lo cauteloso entreabrían una rajuela de la puerta que daba a las habitaciones o al sótano y descargaban las de alto poder, y ahí la mortandad de ratas, gatos, algún perraco. Sangre, mucha sangre, víctimas innumerables. “¡Voy ganando mi guerra!”, clamaba por darse valor, pero por una rata sacrificada aparecían dos, por esas dos, cuatro más, que a bufidos mostraban las fauces al verdugo que al paso del tiempo parecía disminuir de tamaño mientras más se le agudizaba el tono de voz. “¡Voy ganando!”
Su guerra estaba perdida. El animalero tomó por asalto las habitaciones que ocupaban los matanceros, forzándolos a huir hasta el último piso de la edificación, desde donde el terror los empujaba a disparar contra todo lo que sentían moverse.
Esta mañana escuché un gemidillo y me asomé a la cocina. “Brisa”, la perrita consentida, agonizaba en un derramadero de sangre que mojaba el regazo de la señora. “¡Un simple daño colateral!” Mi bienamada se limitaba a despedirla con goterones de lágrimas. “Daño colateral”, humeante el de alto poder.
Y el fin. Este mediodía miré a la dama de mis amores, silenciosa y bañada en sudor, cocinar la bazofia con la que intenta mantener el hervidero de ratas en su cubil, bodrio inmundo que yo habré de vaciar en peroles y trastornar por las bocas de madera que dan a los sótanos. Compulsión obsesiva, el del rifle continúa gastando la pólvora en los infiernos que su estupidez creó en la finca. Tras de la muerte de “Brisa” supe que debo actuar. Hoy mismo.
Es medianoche en esta parte del mundo. Tratando de contener una turba enrarecida que intenta ganar la azotea, los disparos rayan la oscuridad. Yo, que por acrecentar el hambre de los roedores los dejé sin comer, ahora abro todas las bocas del sótano y con infinita cautela, trepando las escaleras que dan al piso superior, abro la puerta de la habitación refugio de los asesinos, derramo un poco de comida sebosa en el dintel y huyo hasta colocarme detrás de la puerta del corredor. Desde mi escondite escucho la avalancha de patas, ojillos y fauces trepar, rabia y delirio, al escondrijo del impostor. Y lo que ahora se escucha en la oscuridad…
Esto ha sido todo. (Fin.)