Piedad para el benemérito

Sufren deterioro líneas del Metro. Muestran fallas corredores A y B, los más recientes y en peor estado. Trenes viejos y varados por falta de refacciones, vías con fallas por hundimientos, grietas en túneles y una fractura en un puente de la Línea B son fallas con que deben lidiar técnicos y conductores del Metro.

¿Que qué? ¿Falsa alarma o realidad? Leí la noticia de ayer y traté de no perder la ecuanimidad, en el entendido de que  noticias así de alarmistas ya se publicaban en los matutinos, como aquella fechada en el 2007, cuando ya en la estación y a la espera del convoy, leí en plena primera plana: “Urge un examen antidoping a los celadores del Metro”.

Válgame, toco madera. Me trepé en el vagón, y el estremecimiento en la columna vertebral: “Columna vertebral de transporte en la Ciudad de México, el sistema de Transporte Colectivo Metro está en crisis ante la falta de mantenimiento de sus vías, trenes e instalaciones”. Y que de continuar así, el próximo año (2008) podría sufrir un grave colapso. Ájale, ¿y entonces los que acostumbramos viajar en él cada día? Yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos, los cinco millones de capitalinos que cada día tenemos que recurrir al Metro para ir de aquí para allá y de allá para todas partes?  ¿Nosotros qué? Nomás me quedé pensando y…

Y es por muchas razones que yo aquí, azozobrado, exalto la presencia del Metro, benefactor de los pobres, que en México lo somos todos si exceptuamos a los ricos.  ¿Recuerdan ustedes, mis valedores que viajan en Metro,  cómo era el tal todavía hace algunos ayeres? Nuevo, flamante, rechinando de limpio y acabado de engrasar, que como entre nubes se deslizaba en sus rieles. ¿Se acuerdan? Ayer observé el vagón que me tocó en suerte, y aquella tristura. El tiempo, constructor y destructor. Suspiré.

Y es que en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, de días y días y de trabajo todos los días, el flamante vagón que me tocó en suerte cuánto ha envejecido. Apenas arrastrado por el convoy, al tener que avanzar le escuché aquel largo quejido que de las entrañas le brotaba, y de sus redaños aquel pujar. Al jalón de arrastre todos sus nervios y costillares se pusieron a chirriar, chillaron al modo del animalillo al que aplastan al pasar. Lo oí jadear mientras avanzaba, y arrojar chisguetes de viento que desparramaban humanísimos tufos de entrepierna, sudor y sufrimiento recóndito (yo, aquella tristura). Bajé los ojos; el piso, desbastado hasta el material de la base. Melancólico…

Examiné el resto del vagón: en el espacio donde van los indicadores de ruta, todo despapelado, descarapelado, leproso, qué mortificación. ¿Qué fue de aquella agradable voz femenina que, en el sonido iba anunciando la hora exacta y el nombre de la estación a la que nos aproximábamos? ¿En dónde quedó sepultado aquel Metro animoso y cantador, que oscura la mañana nos arrullaba o nos terminaba de despertar con aquella rapsodia, el madrigal, la romanza o la que estuviese de moda por aquellos tiempos? El vagón, como todo joven (sangre roja y caliente), cantaba al andar, canto jocundo de enamorado. Hoy, viejo asmático, impotente…

“Por favor, permita el libre cierre de puertas”. ¡Cuando el convoy iba ya en frieguiza! Y al llegar a su máxima velocidad, la voz femenina: “En breve reanudaremos el servicio. Por su comprensión, gracias”. Ya el infeliz, alzhaimer y demás achaques de la edad, decía una cosa por otra. (Esto sigue mañana.)