Perros del mal

De los limosneros les hablé ayer, mis valedores; del río de necesidad con que vengo a toparme cada mañana, cuando voy vengo de la estación del Metro a la estación de radio, y vuelta a empezar. Yo, corazón de malvavisco injertado de jericalla, me aprovisiono de monedillas que voy sembrando en la mano abierta con la vagorosa esperanza de cosecharlas en un cielo más vagoroso todavía. Y esta moneda a la anciana que a puro valor y engarruñada soporta fríos, calores, ventarrones y lloviznas tempranas, y esta otra en el cacharro de hojalata del desafinado violín, y una más en la guaripa que nos aguarda boca arriba, boca abierta en el escalón, mientras el ciego nos jura a capela que Gabino Barrera no entendía razones andando en la borrachera. Y allá va la monedilla sin más valor que la buena intención, que ya con una moneda qué puede mercarse, que no sea la ilusión, pobre ilusión de pobre, de ganarse el cielo. “Dios se lo ha de pagar…”

Escaleras del Metro capitalino. En aquel escalón, el viejo de la guaripa  ofrece al viandante la única alegría a la medida y al alcance del pobre, que en México lo somos todos si exceptuamos a los ricos:

– Alegrías de a peso.

Toda la alegría que puede caber en un peso; alegría de amaranto…

Pero ándenle, que ayer, muy de mañana, la novedad: una tandada de  nuevos pedigueños engrosaba el rastrojal, la cofradìa de la mano extendida: “Animas caritativas…” Válgame.

La aparición de aquellos arrimadizos me vino a extrañar porque yo  a todo el almácigo de menesterosos ya lo conozco como a la palma de su mano extendida, ya que cada mañana paso revista en mi mente a todo aquel sembradío de penurias. Pero esos allegadizos, con su aire patético. Y yo, ya sin monedas qué repartir…

El alto, el bajito, el vejancòn,  la mujer madura, todos a cual más de patéticos. Su aspecto me acalambró las fibrillas íntimas del corazón. Porque ah, ese aspecto de los mendicantes, esas miradas de súplica, ese su aspecto de necesidad que…

Los reconocí. Así pasan las glorias de este mundo. Humillados y ofendidos me los vine a topar, sin el tanto de autoestima que puede caber en una moneda. Los vi y me miraban, la mano extendida, que extendida me apachurraba el corazón, qué contrasentido. Y yo ya sin un cuproníquel (sé lo que digo) para poner en sus manos, ya sin nada que ofertarles que no fuera mi humana compasión, tan inútil si no se acompaña de las acciones.  Ellos, frente a mí, con sus pupilas de animalillo aporreado, unos labios temblorosos que, todavía novatones en el oficio, como que aún no se atrevían a oficiar el rito del pedigüeño. Los observé de reojo y…

Quién te mira y quién te vio: haber sido y no ser. Cuán cambiantes los devaneos de   la tornadiza fortuna, de la que el prudente nunca se fía, porque  cuando y cuanto más altos encarama a algunos, más bajo y hondo los deja caer. ¿Así que estos son los que fueron ayer triunfadores, los que refulgían ante el halago, la lisonja, la envidia y la admiración de unas muchedumbres a la que mantenían embobadas, exaltadas y esperanzada hasta la abyección? Lóbrego…

Frente al enanizado me hurgué en los bolsillos. Basurilla, una moneda de a peso, lo único. “De algo le puede servir”,  y puse el pesito en la mano del peso mexicano, devaluado en meses, y minimizado, desvalorizado, pequeñín. Me miró, y aquel agradecimiento. Tragué saliva. En la nata de menesterosos que lo redujeron a la miseria creì reconocer a un tal Strauss-Khan y a dos o tres  canes cimarrones. ¿Sus nombres? (Después.)