Ex-voto

Inicio el año con una historia personal. No el tema de asuntos políticos ni la fabulilla de mi invención. Lo que hoy les relato es una experiencia personal que me provocó un raigón de agradecimiento a un servicio social del que no había oído mentar, ni conocía ni me interesaba. Y a ese mundo fuera del mío acabo de entrar. Mis valedores:

Soy físicamente sano y por lo mismo desconozco la cultura de la enfermedad, y es por ello que la súbita punzadilla me espantó y trájome atarantado durante media semana. Y qué hacer, sino acudir a mi Aída madrina, remedio de los problemas que yo no pueda solucionar. El hada: “A consultar al especialista del Sanatorio Español”.

Yo no tengo, como ella, derecho a los servicios de la institución, pero sí, como pueda pagar la consulta, a la atención particular de sus especialistas. Me mostró una lista de los susodichos, y ándenle, qué sonorosos los dos, tres apellidos, con muchos “de” e “y” intercalados entre un Sanjurjo Moratinos, un Montero Benavente  y un Aranjuez Perelló, válgame.

Fecha y hora de la cita, difíciles. Que una agenda saturada, que una convención en Rochester, que… la punzada, síndrome Bush,  invasora. Yo la zozobra, el temor y el temblor. Finalmente:

El día de la cita llegamos con dos horas de anticipación y con dos horas de retraso pudo verme la cara el especialista Aranjuez. En los cinco, siete minutos que permaneció con la testa clavada en alguna carpeta antes de percatarse de mi presencia revisé el consultorio, y sí,  hace juego perfecto con un estacionamiento de setos bien recortados, la elegancia y ambiente perfumado de la sala de espera, la discreción de la melodía instrumental y la belleza y buenos modales de las recepcionistas. Finalmente, observándome inquisitivo, el Aranjuez: “Diga”.

Dije. Me vio la cara, me oyó mi cuita, me tendió una receta y volvió a su carpeta. Y qué pandilla de ceros arrastraba el dígito en la factura, que nunca nadie tanto cobró por tan poco. Y a surtir la receta, y la punzada a surtirme de lleno, porque las costosísimas medicinas nomás Valentín Madroño, y qué hacer.

Entre punzadas se atravesó la Navidad. Yo, por sacudir la rutina del diario vivir, una semana planeé vacacionar en Cuernavaca. Tres cuartos de un día soporté, parte de ellos atejonado en un cubículo de este tamañito, miren. Porque ocurrió que a media mañana, bajo un sol como toro padre, la española y yo recorríamos una calleja de barrio, torcida como sus aceras y salpimentada de tortillerías, artesanías y vendimia de celulares, cuando Aída, de repente:

– Esa pequeña farmacia, ¿ves? Tiene un consultorio anexo.

Y allá vamos, y a la espera de mi turno observé a los pacientes, que hacían juego perfecto con el consultorio, la calle, la entrañable barriada, melliza de esta,  la mía. Media hora después ya estaba yo en el cubiculito de noble austeridad frente a la joven de bata blanca y aspecto mestizo, su cédula profesional como único adorno en el muro de triplay. Ante la morenita abrí la boca, abrí el corazón, abrí todo lo que me pidió abrir. Un examen, una receta, el pago por honorarios. Cápsulas y pastillas, en la farmacia anexa. Mis valedores:

Doctora y medicinas no alcanzaron la suma que cobró el estacionamiento del Aranjuez. La punzada, dos días después, muerta del todo, y yo del todo a vivir. Hace rato pensé en Aranjuez, en  Sanjurjo, en la morenita del triplay, e inclinando la testa ante la imagen de esa maga y taumaturga que me traje en la mente, aquí, y ahora  le ofrezco este mi ex-voto. (Qué más.)