Bataclán

Qué joven fui una vez, reflexionaba con todos ustedes el pasado viernes, y les contaba mi afición por las películas de la peor calidad, fueran de zombies, hombres lobo, charros negros o monstruos de la Laguna Negra.Qué tiempos…

Aquello ocurría muy lejos de mis derrumbaderos zacatecanos, yo ya avecindado en Guadalajara y  arrimado a la advocación de San Juan de Dios, mi barrio. Fue por aquel entonces cuando me hice adicto a las salas de los cines de barriada. Tin Tan,  Cantinflas, magañas, chicotes y mantequillas, me acuerdo.

A mí, cuyo carácter aún no se agriaba y todavía con la sangre dulzona sin llegar al punto de la diabetes; a mí, que aún conservábame virgen de tantos hermosos achaques (conciencia política, cantatas de Bach, formas de organización ciudadana y demás fulgores en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada a veces, y a veces nomás agónica), las chistosadas del cómico me los reblandecían, me humedecían de risa ojos, belfos y algún esfínter, al unísono…

Fanático fui del cine mexicano, con sólo que la película llenase un requisito: que fuese mala a morir, que ello me hacía vivir, y siendo, como eran, cintas mexicanas, ¿cuál abstenerme de ver? ¿Cuál, Charito Granados? ¿Cuál, Maritoña Pons? Todas eran mis favoritas: esta comedia que provoca penas y lágrimas, la risible tragicomedia, el dramón pasional, la tragedia de involuntario humor. Fanático fui del mal cine, sí, pero serían palomas las que me forzaron a huir de una sala-comedor cinematográfica (palomas de maíz.) Huí con pesar, porque creí que echaría de menos la comedia y las lágrimas de glicerina, pero no, lástima.

Lástima, porque salí del cine Regis y entré en la carpa “La Nacional”. Ya no más malas películas, pero sí peores sketches donde hoy mismo pésimos comediantes me hacen reír con la tragedia, y con la comedia ponerme a llorar, histriones que repiten, como hace ocho décadas, el indigesto libreto de la calumnia y la escupitina, el piquete de ojos y el encuentro de lucha libre con un desenlace de antemano arreglado. Caretas o rostros enharinados, los componentes de la troupe nacional montan una vez más, a lo recurrente, el espectáculo bufo del pastelazo y el astracán, y fingen contiendas, mutuamente se acusan y descalifican y terminan recitando el consabido catálogo de promesas para el pobre de espíritu que aún cree en ellos. Miren ahí, mono de sololoy, al histrión que trepado en una tarima repite para las galerías los parlamentos exhumados de entre el formol y la cadaverina, qué original:

“¡Yo les prometo seguridad, paz y transformación en los ámbitos del empleo y el crecimiento económico!”

Y venga de ahí ese tortear de aplausos…

Los comediantes, a lo suyo, que buenas utilidades les reporta la gesticulación, el manoteo, el braceo y los aspavientos. Pero acá, en la gayola…

Hasta dónde pueden llegar desmemoria e inmadurez de unas víctimas que tanto pagaron a los patrañeros para mantener viva “La Nacional”,  y que a cambio se conforman con un sketch de masquiña y aun se enardecen y toman en serio, como si fuese la primera vez, la ficción de los simuladores. Niños de escuela primaria dudarían de tan grotesco, reiterativo espectáculo que pendulea del esperpento a lo trágico. Ellos pudiesen rechazar un astracán que ofende su inteligencia, ¿pero las masas sociales, esos niños adultos que se niegan a crecer, a madurar, y que se enfervorizan con la promesa tan vacía como la esperanza que les origina? Ah, el infinito poder de los medios de condicionamiento de masas. En fin.  (Es México.)