Baile, mi rey…

Los salones de baile, mis valedores. Aquellos de ustedes que lograron llegar más allá de la media vida rasparon suela, qué duda cabe,  en el Salón Colonia, el Nereidas, el California, Los Angeles...

Noche de sábado. Todos a embrocarse  el tacuche y los cascorros de dos vistas, y a danzonear como manda el Floresta.  Ah, los tiempos que fueron del mambo y la rumba, la guaracha y el danzón; tiempos aquellos no de un siniestro Fox sino de un glorioso fox trot, y  a moverlas al ritmo de la salsa y el rock, y vuelta al danzón, que no es moda efímera. “¡Hey, familia..!”

Los bailes del viejo salón de baile, qué tiempos. (Tú, la de la piel canela y el púrpura corazón bordado en la blusa transparente y sutil. Tú,  que siendo tan niña me enseñó a pescar. (Arponazos de penicilina, y la paz.) ¿Cuál fue tu nombre, dónde te hallas a estas horas, qué tierras andas pisando, vives aún? Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. ¿Me permiten? El lagrimón.)

Hoy día, en el horror de una inexistente guerra que genera muertos y heridos, vencidos y vencedores, pero que, amigas y amigos,  no es guerra sino  lucha por la seguridad que antes de la que no es guerra existía en el país, pareciera que vuelve la moda del baile de salón, porque después de todo, ¿que viene siendo la moda sino eso que pasa de moda para ponerse de moda otra vez? Esto lo vi y lo viví una noche de estas en cierto salón para baile y bautizos, primeras comuniones, quince años, fiestas de graduación, bodas, defunciones y vuelta a empezar con bautizos. La biografía del barrio, con su maestro de ceremonias: “Tú, quinceañera feliz, que arribas a la edad de las ilusiones color de rosa. ¡Un aplauso aquí para la agraciada  Yénifer Dayana Yeneví!”

Noche de baile. Llegué al Floresta, me atejoné en un rincón y observé a las parejas: dinámicas, entusiastas, escurriendo sudor, que al son de la Sonora Rastacuerabailoteaban pecho a pecho, hombro con hombro, cachete con cachete, cuadril con cuadril, monte con monte. Gózame, negra. En el sonido, a 10 mil decibeles, una descoyuntada música en brama que forzaba a los bailadores a zangolotearse como a las convulsiones de la epilepsia. Y de súbito: ¡La boa!