La superstición, ese yugo…

El hombre no necesita, para avanzar, las muletas de ninguna superstición. Las supersticiones nos hacen retroceder en razón inversa a nuestra capacidad de vivir. En razón directa a nuestra capacidad de vivir. En razón directa a nuestra propia mediocridad. Todo progreso moral es el triunfo de una verdad sobre una superstición. Hoy les propongo, mis valedores, el comentario de brujos, santones y merolicos; de pícaros, de videntes, de vividores que medran con la neurosis de los angustiados. Hablemos esta vez del pensamiento mágico, ese universo de embuste, fantasmagoría y esperanza irracional en que se refugian los pobres de espíritu cuyo carácter encanijado se deja vencer por una realidad objetiva que los rebasa en el áspero oficio del diario vivir una vida dificultosa. Los embelecos del pensamiento mágico florecen en estos días iniciales del año, cuando en nosotros aflora lo que tenemos de crédulos e inseguros, que nos fuerza a refugiarnos en lo pretendidamente sobrenatural. Semejantes embustes se ponen en evidencia durante estos días de principios de año, cuando aflora en  nosotros lo que tenemos de inmaduros, que entonces volvemos los ojos a lo pretendidamente sobrenatural. El pasado oprime a los débiles y los ata a dogmas que otros forjaron; los muertos nos mandan en razón inversa a nuestra capacidad.

Exhaustos hemos llegado a la punta opuesta de un año más, que como los anteriores hemos vivido en el cogollo de crisis de todo tipo y tamaño. Como los anteriores, el santo y seña del año pasado fueron el desengaño, la desesperanza, la desilusión. Al débil de espíritu lo doblegó la realidad objetiva, y falto de temple y carácter por carecer de un verdadero sentido de su existencia, por conjurar el mal fario de los nuevos tiempos vuelve los ojos a lo pretendidamente sobrenatural. Falto de fuerza propia recurre a las «fuerzas astrales» que le han de descorrer el telón del arcano y procura el cobijo del conjuro, el ensalmo, el amuleto y el talismán, con toda la sarta de cachivaches «mágicos» que le vende la pretendida bruja blanca. Ese mundo lo constituye lo irracional, y no más; pero esas ganas de creer: en algo, en alguien, porque no se cree en sí mismo…

Y a comprar raciones de la esperanza en la medalla milagrosa o algún otro talismán que se cuelga al pescuezo…

Es así, por «arte de magia», como en un terreno abonado por la ignorancia retoña una vez más, y florece, y echa vaina la industria del fraude que perpetran brujas y brujos, zahoríes y augures, hechiceros y ensalmadores, el falso adivino y los embusteros del arcano, los arúspices de la irracionalidad y toda la cáfila de charlatanes de la falsa esperanza. El arranque del año es la edad de oro de pícaros buscavidas peritos de fraude y de la engañifa, cuyas víctimas se encuentran entre los cándidos, los ignorantes y los analfabetos funcionales, y lo que es aún más doloroso: entre los débiles, los angustiados, los desprotegidos, tan pobres de espíritu como de bienes terrenales; y a comprar zarandajas «mágicas…»

Con las fuerzas morales el humano emancipa del yugo de las supersticiones. El varón de ideales concilia sus sentimientos con su razón a tenor del aforismo clásico: no hay religión más elevada que la verdad. Y que todo progreso moral presupone el triunfo de la verdad sobre la superstición. Y la síntesis de eso horroroso que ocurre en los muladares del pensamiento mágico: la ignorancia, el dogma, el prejuicio, la debilidad. Año nuevo, vieja superstición. (Lástima.)

Una ciudad con halitosis

La emergencia sanitaria, mis valedores.

De un tema que se nos torna tsunami de información y desinformaciones les hablaba ayer, y que para las masas sociales éste que ahora vivimos es el tiempo de la indefinición, el temor, la zozobra y la incertidumbre. El tiempo del cubre-bocas.

Tal es el caldo de cultivo donde se crían el virus del rumor y las suposiciones y la bacteria de la psicosis social alimentada por los interesados que de buena o mala fe mantienen trémulas y estremecidas a unas masas ignorantes de la verdadera situación, inermes ante las infiltraciones del chisme y la versión enrevesada que nos filtran por teléfono y la internet.

Horroroso.

Apenas ayer bastó una frase, una sola, para manipular a lo avieso el miedo de las masas populares: «Un peligro para México». Hoy se alerta sobre «un peligro para cada mexicano», y con esa frase se desparraman en el aire que respiramos (con cubre-bocas) las dudas y las conjeturas, las suposiciones y el temor colectivo. Nosotros como las hormigas cuando alguien ataca el hormiguero, que corren desaladas, espantadas, desatinadas, sin rumbo fijo, todas tratando de salvar la zalea.

Y qué a la medida para el análisis del ser y el parecer del mexicano. Ante la alerta sanitaria sentimos lo que nos ordenan sentir, hablamos de lo que nos ordenan hablar, actuamos como nos ordenan actuar. Crédulos como somos miramos ya a este lado, hacia el optimismo de algunos científicos, ya a este otro, hacia el pesimismo de los voceros del Sistema de Poder y el amarillismo de los profesionales del desastre. Tanto eleva un buen catastrofismo al acatamiento de las indicaciones de los medios de condicionamiento de masas.
Y qué hacer.

Acudir, como tantos, al pensamiento mágico. A ese mismo católico que en la manga entre tragos de licor acaba de conmemorar el drama de la pasión y muerte del Nazareno, el temor al contagio lo lleva a acudir a su advocación, y a actuar por temor como no lo hizo por amor. Y es que ese buen católico es de corazón duro, pero de redaños flácidos. El, que en algunas regiones del sureste mexicano se encrespa y se torna irracional a la hora del linchamiento de evangélicos, con el temor al contagio se vuelve humildoso y acude a su Dios en procura del consabio milagro. Dios…

Pero, mis valedores, no creo que sea para tanta zozobra: quien ha vivido a todo vivir (con sensibilidad, vida interior e imaginación) teme a la muerte de manera razonada y razonable, sin perder la vertical; pero ese probre que no ha vivido, su vida a la pura probabilidad del contagio enloquece, despavorido a la posibilidad de su muerte. De su pequeña muerte Sánchez, de su inadvertida muerte Ramírez, de su anónima muerte Mojarro…

En fin, que estos que malvivimos son tiempos en que se ponen a prueba nuestra disciplina, docilidad, enajenación y obediencia, condiciones de las masas.

Pues sí, pero al parecer esas masas ya empiezan a reflexionar, ya frenan su carrera despavorida, ya se formulan cuestionamientos y dan trazas de volverse contra los generadores de la psicosis social. Saludable conducta.

Por lo pronto, esa realidad, y qué mortificante para nosotros: hoy por hoy, epidemia o no empidemia, grave como nos la pintan o apenas esbozo de brote epidémico, emergencia ante la que las autoridades del país toman medidas de manera autónoma o en acatamiento a lineamientos de La Casa Blanca, hoy por hoy los mexicanos somos los marcados, los señalados, los apestados, los parias del mundo; el día de hoy, por cuestión de la alerta sanitaria y sin conocer cabalmente la peligrosidad de la influenza, la ciudad capital mexicana anda con la boca seca, con la boca amarga, con el cubre-bocas en boca y nariz. Con halitosis…

Y la conclusion, mis valedores: el presidente de cualquier país se mide con el obstáculo, que lo enaltece de estadista o lo exhibe de mediocre. Yo recuerdo, a propósito, a un cierto pequeñajo Miguel de la Madrid, hombrecillo que parecía suponer que con sólo arriscar las cejasiba a bañarse del carisma que Madre Natura le regateó. Ese, ¿lo recuerdan ustedes? ¿Habrán podido olvidarlo?; ese, medroso y desconcertado, durante los sismos de 1985 prefirió permanecer encuevado en Los Pinos.

Tembloriqueando…

Al actual qué negativa le ha resultado la silla presidencial, que hasta los propios cerdos le faltaron al respeto…

(En fin.)