Noche dominguera a la sombra del Ángel, ya saben ustedes cuál. Festejo, ya saben por qué. Botellas, ya saben de qué. Banderas, delirio. El éxtasis. ¡Para la historia! Yo, que a lo descuidado caminaba por la calle transversal, rumiaba el poema: «Me dueles – mansa, insoportablemente me dueles». De súbito, ¡Dios, la estampida de fanáticos celebrantes, que me cae encima, me arrolla, me desencuaderna y da conmigo en el pavimento! Sentí cómo me tronaban. Desmadejado, sobándome la salpicadera y apoyándome en la del Focus, comencé a incorporarme. Detrás del volante, elgorrudo: «¡Trépese, o aquí hay desparramadero de bofes y menudencias de Valedor! ¡?rale, trépese!»
Me trepé, lo observé: joven él, rollizo él, ridículo él, torso encuerado, mofletes pintarrajeados con los colores del Revolucionario Ins. En el asiento trasero, bandera, matraca, trompeta de plástico, pomos de a litro.
– Lo voy a sacar del tumulto. ¿Qué, usté no festeja, tan antimexicano me resultó el pseudo-neo-comunistoide? ¿Pa’ dónde va?
La tufarada de cacardí aún sin fermentar, sin añejar en el estómago. Lo observé de reojo y válgame: de arriba a abajo, los costillares del lado izquierdo embijados de anilina verde y de rojo los del derecho. Por cuanto al manchón de cal que le bajaba desde el pescuezo: «Hasta lo profundo, Valedor. Acá abajo como empanizados, que haga de cuenta pelotas de golf, ¿se imagina? ¡Porque somos campeones, Valedor! ¡Del mundo! ¿Dónde se va a bajar?»
Somos, dijo, y fue entonces: «Válgame, perdí mi libro, y eran los poemas de Sabines. Deténgase, voy a ver si lo recupero».
– ¿Que qué? ¿Detenerme por unos méndigos versos, y luego con estas prisas? Mire, versos en la casa tengo un friego, y quiero llegar a ver en la tele la premiación. Lo invito a verla. ¡Somos campeones! ¡Para
la historia! ¡Sí se puede! La corneta, Valedor, ¿no le gusta la corneta? Llegúele a la corneta.
Y allá vamos, y llegamos, y subimos la escalera. El tricolor tocó el timbre del 304 (número supuesto, para guardar el anonimato). Adentro, nudillos. Tocó otra vez. Dio de manazos contra la puerta. Cachetadas. Y que se abre la puerta y escapa el fulano aquel a medio vestir. ¿Y eso? Estupor.
– Luchamaría, qué significa. ¡Explícate! Se explicó: «Gordito, ¿tú aquí?», la joven
señora se amansaba el cabello. Olisqueando el conflicto, quise recular.
– ¡Usté se queda como testigo! ¿Qué hacía ese mono en mi hogar? ¡Divorcio! ¡El depto. se queda conmigo! El focus está a mi nombre, ¿sabías?
Grotesco: uno con gorro monumental y cachetes como nalgas (nalgas tricolores), haciendo tal escena de celos. «¡Entre, usté es mi testigo!» Tuve que entrar. «¡Pútrida, qué hicistes de mi honor, un honor pobre, pero decente!»
– Gordis, cómo pasas a creer. ¿Ese? Ah, ese. No, hombre, qué poco te valoras. Ese era el técnico que vino a enchufármela pa’ tu fútbol, gordito.
La parabólica. El tricolor olisqueaba, examinaba, toqueteaba. Los vi desaparecer tras esa puerta, y fue entonces: en el sillón, un reloj y una cartera. Guardé las evidencias en el olor del adulterio. Al rato, el de las nalgas tricolores:
– Falsa alarma, Valedor. Aquí mi reinita me aclaró todo. Nena, dáselas al Valedor, todas las poesías. (Corrió a encender la tele.) ¡Y apúrense, que viene la premiación de nuestros niños héroes! ¡Para la historia..!
La joven se me acercó; le entregué la cartera y el reloj. «Gracias por no denunciarme. Quédese con esta. Es de oro. Un recuerdito mío».
Rechacé la cadenilla. «Nomás los poemas». «No se los lleve. ¿Sabe? Cuando novios, mi marido me los leía. Con ellos logró enternecerme las telas del corazón. Pero mírelo ahora: gordo, descuidado, borrachales y enajenado con el maldito vicio del fútbol. Cristo, qué fue del galán que supo enamorarme.»
– ¡Vieja, Valedor, ya nos están dando la copa, apúrense..!
– Tengo un amante, sí, ¿pero de qué otro modo pudiera soportar el asco, el desprecio, la desilusión de ese tricolor disfrazado de mamarracho con el que tengo que dormir esta noche? Y cuántas otras esposas no estarán en mi caso…
Dije: «Me asombra lo fácil que lo convenció», y ella: «Aun enajenado lo convence cualquiera: el merolicronista, el gobierno, yo. Oiga, déjeme los poemas, son mi última esperanza: que él vuelva a leerlos, que sea capaz de levantar la cabeza, de erguirse, de regresar al espíritu, a la altivez, al decoro, a la dignidad. Claro, antes tendrá que lavarse de ridiculeces y fanatismos futboleros como un manipulado más. Entonces, Valedor, volveré a ser la esposa más fiel del mundo…»
– ¡Reinita, la copa! ¡Para la historia! ¡Los felicitó el presidente! ¡Les dijo: «qué padre»! Se me enchinaron…
Y un trago, y un cornetazo. Yo alcancé la puerta. El aletazo del viento. Me estremecí. (Mis paisas…)