Ella, la cautivadora, como a Ulises la sirena del mito, ya ha comenzado a cantarme. A lo lejos. Yo, como el héroe, con cera me tapono los oídos. Ella tiende sus redes. De carnada me aprontó una imagen hermosa, hermoseada, relujada con primor. Cerrando los ojos la dejé pasar; a ella que a la distancia me sonreía, me camelaba, guiñábame un ojo. A ella, la maga Circe de laque se me ha quedado la veraefigie en la foto. Y no más. Mis valedores…
Miro su foto en Reforma; la observo hasta bizquear. En ella observo la imagen de una sirena más bien madura, rostro no bello pero hermoso en lo enérgico de sus rasgos, en la apostura de su continente, en su presencia y en lo que el rostro evidencia del carácter de la mujer: firmeza, audacia, decisión, la pura mesura, la ponderación. Pues sí, pero no, que es mujer casada y, por lo que sé, de muy firme moral personal y arraigadas creencias religiosas. Como sea, tal parece que anda en agencias de ganarse mi voluntad, algo que no ha de lograr, de eso estoy muy seguro. Desconfio. Yes que este burro no era arisco…
Por ella misma conozco parte de su currículo, bellamente adornado de cualidades morales como mujer, hija, compañera de su varón. Que ha logrado integrar una muy unida familia; que ambiciosa no es y que, por contras, de modesta se precia, y de ser muy firme en amores y convicciones. La mujer firme de la parábola…
Pues sí, pero no, que mi voluntad nunca va a conquistar. No a mí, este perro viejo en el oficio de seducir y ser seducido. Digo entre mí: «Eso que a mí me dice, señora, se lo dice a tantos». Y en lugar de que me le brinde, me le blindo y me parapeto frente a las artes de mujer seductora que se exhibe ante las niñas, ellas tan candidas, me refiero a las de mis ojos. Al influjo de sus cantos de sirena me refugio tras la muralla y, como ocurrió con Ulises Odiseo, la cera de los oídos (de campeche, no cerilla por mi poca higiene), me evita el peligro de caer rendido al hechizo de su reclamo musical. Yo, de tenerla enfrente, diría a la señora del largo cabello, mirada firme y carácter roqueño: Señora mía (de su marido, mas bien):
Bellas cualidades humanas advierto en su buena persona, ¿pero qué tal si una vez que la declare mi soberana pega usted soberano cambiazo? ¿Qué si y al sentirse segura y firme y respirando otros aires (gracias a mí y a tantos más que cayeran al hechizo de sus cantos), aflora en usted ese pequeño Mr. Hyde que todos llevamos dentro y que, mal que bien, mantenemos encadenado? Porque usted bien conoce que los de allá arriba son aires enrarecidos, que marean y trastornan y absorben el seso, en ocasiones con todo y sexo. Señora:
No creo que usted diese ese cambio atroz; la percibo mujer de espíritu, que es decir de razón, imaginación, lógica, vida interior, sensibilidad y la suficiente cultura como para no caer en los excesos de la arribista; pero usted ha de perdonar mi suspicacia, que la burra -el buey, en mi caso- no era arisca…
Porque, señora, yo le pregunto: ¿se tantea usted con la suficiente autocrítica (sobre todo autocrítica) como para no ir a caer en los alardes baratos, carísimos para mí y los demás, de la nueva rica? ¿Quién me asegura que usted, ya logrado su intento, no perderá cordura y decoro, y entonces aflore en público toda su zafiedad, su ignorancia supina, su codicia desbozalada y una rampante vulgaridad? ¿Qué tal si ya en pleno deslumbramiento usted, por nunca haber sido, busca, por compensación, por no ser, tener? Sus derroches, señora, los pagaríamos yo y la multitud de aturdidos que hubiésemos caído en su hechizo. ¿Qué nueva catástrofe va a ocurrir si le brotan, salpullido de los mediocres, esos intentos rupestres, pedestres, de nueva rica, y entonces y a lo compulsivo le da por figurar, por atragantarse de protagonismo, y alumbrar su insignificante figurilla con todo el falso fulgor de todas las candilejas, y -a mis costillas- cae usted en rodearse de lujos, derroches y toda suerte de alardes de nueva rica? ¿Sería capaz, para fingirse caritativa, de regalar su ropita, que ya para entonces será de segundos cachetes: fondos, faldillas, y los chonchines que yo y los demás aturdidos le hubiésemos financiado? Señora:
Tiene padres, tal vez; tiene hijos, seguramente; toda una parentela. De ser así (los vellos de aquí, de allá y de acullá se me engrifan), ¿caerá en la abyección atascar de dinero ajeno a toda su parentela? ¿Dará mi dinero al padre, al hijo, al espíritu santo? Y lo catastrófico: ¿pretenderá, insensata, heredar el sillón de Los Pinos cuando termine el sexenio de su marido, el yunquero ultrareaccionario Felipe Calderón? ¿Usted, doña Margarita Zavala, buscando la trágica pantomima de «primera dama» ? ¿Como una malcasada cualquiera, usted también? ¿Como una trepadora, una arribista, una valida de la ocasión? No. Lo que es por mí, usted nunca, por la vía de mi voto, va a caer en el bataclán esperpéntico de «primera dama». Para eso, señora, usted vale mucho. (Y ya.)