Eso que ocurrió esta noche no podría explicarlo, ni el tamaño de la catástrofe que de aquí en adelante pudiese ocurrir. De una cosa sí estoy seguro: el desastre inminente amenaza al caserío que miro desperdigado en el valle, al pie de mi habitación. Digo, en la oscuridad: «Hey, tú. Briago inmundo, despierta». Nada. Mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., duerme su sueño empapado en alcohol. Yo, la corazonada, el escalofrío, y esta opresión en el pecho…
Noche cerrada. De pie frente a la ventana de un cuarto a oscuras hallo valor para descorrer la cortina unos cuantos centímetros. Allá, un renegrido firmamento que se estriñe, se constriñe de nubarrones preñados de tormenta que acechan un caserío que duerme, placidez de la inconsciencia, con puertas y ventanas abiertas de par en par. El calor, que empapa las ropas, las carnes. Y una paz engañosa, y una irresponsable placidez. Miro el crestón de roca, y al borde del precipicio aquella edificación sombría Yo, aquella zozobra «Despierta, Jerásimo, tenemos qué hablar.¿Qué ocurrió en La Mansión?»
Y pensar que esos que duermen acaban de vivir un día más, como tantos, donde se ejerció de la rutina, y que al inicio de la noche y al amor del ánfora resonó en la plaza el pespuntear de cuerdas en contrapunto de panderetas y coplas donde se mentaron olvido y amor. Como al acecho allá, en espinazo del crestón, un vago fulgor de fuego fatuo. La Mansión.
– Despierta, Jerásimo, necesito saber.
Me azozobra lo que intuyo por los tartajeos de mi primo cuando descendió del crestón: que como ayudante, chofer y achichincle de ciertos fulanos del medio político, empresarial y del clero, participó en la celebración. «¿Celebración de qué? ¿Quiénes fueron los festejantes? Despierta». Como hablarle a la pared.. Inmundo, nauseabundo, el licor. «¿A qué subieron a La Mansión? Despierta».
La Mansión, nidal del monstruo legendario que con el tiempo derivó en espantajo de folletón. En algún tiempo ya muerto y según los viejos de la comarca, monstruo y familia de engendros (noches de desgarramientos) asolaron la región. Fueron aquellos los años del horror y el espanto, los sartales de ajos, el ensalmo, el crucifijo y el agua bendita La aldea iba raleando de lugareños, que unos (aquellos alaridos) caían víctimas del depredador, y los restantes preferían huir sin volver la mirada Pero el horror quedó atrás, dicen los lugareños. Muerto está, la estaca atravesando su corazón. De eso ya quién se acuerda, y a dormir con las puertas abiertas de par en par, que de ese tamaño es la inconsciencia de quienes han perdido la memoria «Despierta, Jerásimo…»
De repente: no se apagaban los ecos del repique de ánimas en alguna ermita insomne, cuando esos relámpagos resquebrajaron la oscuridad y chicotearon la pelleja de la noche. Dios, que la tormenta despierte a los despreocupados; que se alcen y cierren las puertas, las claraboyas. Porque a saber lo que celebran los conjurados. Yo, esta taquicardia, esta sudoración al ragor del relámpago. ¡Despierten los lugareños! (Ellos qué van a despertar.)
Y es que, según he zurcido los retazos de información que le arranqué al consanguíneo antes de que lo rindiera el licor, la claque política celebra el éxito de su ascensión a la roca y la vista a La Mansión. Por el Jerásimo entiendo que políticos y sotanas, los dinerosos y el de Los Pinos, al cobijo de las sombras recorrieron corredores interminables, ecos y naftalina, y hasta el sótano descendieron, donde, desde la década perdida, los restos del monstruo se tornaban polvo con el corazón atravesado por una estaca ¡Esta misma que, ya trasto inútil, se trajo el Jerásimo, achichincle de los dañeros. Dios.
La tormenta ha tenido un abrupto final. En calles y plazas, la farola, el foquillo legañoso, y no más. Las casas, puertas abiertas. Los lugareños, en el primer sueño. «¡Jerásimo, necesito saber!» Y fue ahí, mis valedores…
Al fulgor de una centella tardía distinguí el volar zigzagueante del bicharajo, que se posó en la cripta del cercano panteón. ¡En el brazo de la cruz que la remata! Y yo, con mi crucifijo al pecho como defensa ¡Y de repente se metamorfoseó en humano, aunque humano es un decir! Feo, pelón, orejón, colmillos grandes y retorcidos. Lo miré, me miró, y el engendro resucitado (empresarios, políticos y sotanas) me miraba y parecía rezongar: «¿Me resucitaron? ¡Yo los resucité! Y tras de una década perdida los pondré a chambear. ¿Cómo la ves, compatriota?» (¡Cruz, cruz!)