Tal clama Ricardo III, lo jura Shakespeare, cuando en el combate postrero le matan la bestia, y al intuir su propio final intenta ponerse a salvo. Pues sí, pero tiempos de crisis ocurren en que se tiene que alterar el clamor: ¡Mi reino por un jinete! Como el de la fabulilla, pongamos por caso:
Han de saber sus mercedes que en algún poblado de aquellos vivía un artesano viejo, sastre de oficio y de nombre Próculo, que era lo que se dice un alma de Dios, corazón de malvavisco y condición tan tiernita que rayaba en la debilidad. Y ya lo dice el cantar de mi tierra: «El bueno pica a pendejo». Así era el buenazo de mi don Proculito, sastre de oficio…
Y ocurrió que este bueno de don Próculo con el tiempo derivó en solterón, porque aquel carácter de queso tierno, tal temple de jericalla no le alcanzó para agencias de una amantísima, esa la sin par Nallieli que habita junto a nosotros, los que nacimos con esa buena fortuna; la amadora amante que para nosotros es todo, y tantito más: tuétano, almendra y puntal del oficio del diario vivir, y esto me lo van a entender aquellos de ustedes que saben de varonía y corazón de pan fresco, como es el mío. Perdón, y sigo.
Este bueno de don Próculo, a falta de hembra para asuntos de amor, había cifrado sus ilusiones en un caballo. Era aquel su sueño, que soñaba dormido y despierto, soñándose jinete galano, galán que en penco lomo gateado se paseara, lucidor, del puente a la alameda y del parían a la plaza de armas, en cosas de lucimiento. Galano, el sastre aquel…
Así era la cosa; cachondeando su sueño de todos los días, mi señor don Próculo fue ahorrando centavo a centavo que le sobraba de alforzas, pespuntes y dobladillos, hasta el día aquel en que llegó a juntar los oros bastantes para hacer vivo su sueño, su gran ilusión: un retinto bailador. Perfecto.
¡Helos, helos, por do vienen, caballo de fina estampa, cuatralbo, alazán tostado, con un lucero en la frente, soberbio animal, con el sastre encima! Y a darle gusto a la vida, mi don Próculo jinete en el pajarero manojo de temperamento. A darle gusto a la vida, que es la única que tenemos…
Darle gusto es un decir, porque apenas sentía al sastrecillo sobre los lomos, el penco sobrón se alzaba, entero él, y válgame, lo que entonces ocurría- que el bruto hacía lo que sus reverendas criadillas le iban dictando, y al cuerno rienda y espuelas. ¿Que el sastre decía media calle y el penco media banqueta? Por la banqueta nos íbamos, a querer o no. ¿Que don Proculito decía calle real, y el cuaco callejón de las guilas? Por frente a la daifas pasábamos, y a enrojecer a las risotadas de las del gusto, que para eso había mucho caballo para tan menguado Próculo. No, si les digo…
Y fue así, mis valedores, como vino a suceder: un domingo de aquellos, a la hora de misa mayor, cierto charrito cerrero quedóse viendo al caballo. Cetrino el hombre, seco de carnes, estevadas las zancas,percudida gamuza de chamarra y pantalón, espuelas y cuarta de cuero crudo; varón aquel de los buenos cristianos que nacen, crecen y estoy por decir que se reproducen a lomos de penco. Y algo estaba por suceder, porque…
Ahí miró al animal, ahí lo fue semblanteando, lo observó aquel 00 chico rato, y entonces, al sastrecillo, que sesteaba al pie: «Oiga, don, si me hiciera la valedura de emprestármelo un su ratito pa sentirle la condición…»
Y sí: de un brinco, el charrito estaba horquetado en el penco y lo animaba con suave chasquido de labios: «Tch, tch, caballo…» Y fue entonces. Aquel alazán sobrón, apenas sintiendo jinete encima, decidió que era bueno el atrio del templo para corcovos, a esa hora dominguera en que mozas y demás gente de bien salían de sus devociones rumbo a la plaza mayor. Entonces (fijaros bien), que ante lo desbozalado del bruto el charrito mete un apretón de zancas, un recio tirón de rienda, un enterrón de espuelas por las verijas y aquel santo reatazo en el anca
«¡Penco carbón!» Y que asegunda el cuartazo en las ancas. «¡Jijodiún..!»
Dicen los viejos de la comarca, y al decirlo sonríen con los puros ojos, que al poderío de la rienda y pegando ardido sentón de nalgas, el penco desobediente, un calambre el ardor del cuartazo, giró la testa y con espantados tomates miró al charrito. Entonces, baba sanguinolenta y quebradita la voz, dijo así a su mandón:
– ¡Ay, mi señor, perdóneme, creí que era don Proculito..!
Mis valedores: ¿Cuál es cuál? ¿Quién es quién? ¿Lo adivinaron? (¡Penco carbón!)