El hincha

Aquí un esbozo del retrato hablado de ese pobre de espíritu  domesticado por la televisión que hoy se regodea con “su” empate en Brasil. El fervor por un equipo, el uso de unas insignias, un determinado color,  los gritos a coro, son una compensación para aquél cuya vida, en lo social e individual, es de vacío y lobreguez porque una sociedad opresiva lo ha despojado de todo significado. Sigue el psicólogo social:

– El hincha es casi siempre un asalariado, mantenido siempre al margen del poder y que formó su propia élite de pequeños fracasados e impotentes:  la élite de los hinchas que tienen el orgullo de todo  mediocre.

El mediocre: ganamos, anotamos, y no se ha movido del graderío o está viendo la pantalla de plasma. Empatamos.  Esta identificación con “su” equipo significa que aunque no toca un balón puede, como hincha de “su” club, apropiarse de las acciones del jugador en la cancha y así hacerse la ilusión de que ha conjurado la angustiosa soledad en que vive y formar parte de una multitud; se niega a reconocer la pasividad a que lo somete el Poder y se satisface con las “hazañas” ajenas; se enorgullece de minimizarse, de no ser nada frente a su club, que lo es todo.  Sigo con la síntesis de El hincha, del escritor Mempo Giardinelli:

Amaro Fuentes, un viejo cuya vida tenía el solo objetivo de ver campeón a “su” equipo, y cuando en su lejana Buenos Aires (vivía en Asunción) “su” Vélez Sarsfield anotó el gol que le confería el campeonato, “lanzando trompadas al aire, dando saltitos y emitiendo discretos alaridos, dio la vuelta olímpica alrededor de la mesa, eligió su mejor traje y  la corbata con los colores de Vélez. Crepúsculo.

Ya en la calle caminó  hacia la plaza, fue a la parada de taxis, eligió el mejor coche y lo abordó con la suficiencia de un ejecutivo que acaba de firmar un importante contrato.

– A recorrer la ciudad, y tocando la bocina. Vélez salió campeón.

Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del saco y empezó a agitarlo al viento en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón galopándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara con el atardecer ni lo que le costaría el taxi; pero carajo, se justificó, el campeonato me ha costado una espera de toda la vida y los muchachos de Vélez se merecen este homenaje a mil kilómetros de distancia.

En La Estrella, Amaro vio la mesa de habitués que los domingos se reunían para comentar la jornada futbolera, y que cuando descubrieron el taxi, con la solitaria banderita asomándose por la ventanilla, se pusieron todos de pie y empezaron a aplaudir. “Más despacio, Juan, pero sin detenernos”. Amaro se esforzaba por contener esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas, y los aplausos se tornaban más vigorosos y sonoros para Amaro Fuentes, el amigo que había dedicado su vida a esperar un campeonato. Alguno gritó viva Vélez, y Amaro ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo regresara a su casa.

Entró en silencio. Su corazón se agitaba de forna desusada. Un cierto dolor parecía golpearle el pecho desde adentro. Necesitaba acostarse. Lo hizo sin desvestirse y encendió la radio a todo volumen. Un equipo de periodistas, desde Buenos Aires, relataba los festejos. Suspiró, y sintió ese golpe seco en el medio del pecho. Abrió los ojos, mientras intentaba aspirar el aire que se le acababa, justo en el momento en que el mundo entero se llamaba Vélez Sarsfield”. Fin.

A todos los millones de Amaros de mi país: felicidades, ya pueden morirse en paz. ¡Empataron!  (Uf.)

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