Del amor y el respeto a los animales les hablé a fines de la semana anterior, y ahora publico aquí mismo para todos ustedes el elogio que he redactado en honor del Rosco, minino doméstico que me ha concedido la merced de adoptarme en calidad de mascota. Vale, y viene el final del elogio que me merece el susodicho que habita mi casa. Comencé así la frase final del escrito de ayer:
Ah, si pudieses pensar, o yo captar lo que piensas, qué paradigma serías de filósofo. En fin. Mis valedores:
Los aspirantes a guerreros, los aprendices de luchados y los “activistas”. esos insensatos que se la viven “¡e-xi-.gien-do!” a un Sistema de poder que muy claro les ha revelado su táctica: “Ni los veo, ni los oigo, ni los siento, ni en el mundo los hago, y háganle como quieran”. Esos, repito, vinieran a aprender de este samurai con ribetes de kamikaze. Los intelectuales pedigüeños del premio, la beca y la dádiva, invertebrados, vinieran a palpar el espinazo del Rosco, y ya en el camino deberían tentalear lo que se llama redaños, y tal vez aprender, o sentir vergüenza; de sí y de los que los han cooptado. En fin.
Yo, al verlo enroscado en su duermevela: “Si supieras sonreír, ¿sonreirías? ¿Cuándo, a qué horas, por qué razón? Cuando estás a solas conmigo tal vez para ti sonríes, que el de la sonrisa, como el del llanto es, para el decoroso, placer solitario”. Y camino de puntillas para no turbarle su sueño. ¿Sus sueños? ¿El Rosco sabrá soñar? ¿Qué altivos sueños serán los suyos, tanto como su integridad, su autenticidad? El Rosco…
Llega la noche. Oigo los maullidos en la azotea, y con ellos me duermo y sueño con Lanzarotes, reinas Ginebra y Galaor con todo y el Santo Grial, y en sueños recorro azoteas de embeleco y, Sancho Panza que alucina con las hazañas de mi Dn. Rosco de la Sin Mancha, tras de su rastro echo a volar entre merlines, endriagos y alucinantes molinos de viento. Con el Rosco cabalgo en Clavileño y me echo a hender los aires y remontarme hasta el éter, nidal de fulgores y errantes estrellas; más allá de la mediocridad, de la rampante vulgaridad, de lo zafio y de lo ruin, de lo pequeñajo. Detrás de esos muros de embrujados castillos, magia y encantamiento, me aguarda mi Dulcinea, la amantísima. En las azoteas de mi sueño (mis sueños) yo, tras de mi Sr. Dn. Rosco de la Triste Figura, enhiesto el espíritu y el ideal flechando la inasible excelsitud, en sueños enfrento molinos de viento y gatazos de la engañifa, la simulación, la ventaja, la gesticulación, la más cara máscara. El Rosco…
Ahora lo estoy mirando: flaco, decrépito, lastimado, indefenso. Se me viene el impulso de compadecerlo. ¿Que qué? Alza las amarillentas pupilas, me mira así, desde su altiva eminencia, y entonces… yo agacho la testa.
El Rosco, la dignidad enteriza, inaccesible al deshonor. Bien haya. ¿Y los gatos de Washington, entreguistas del energético y lo que logró salvarse de anteriores proyankis? (¡Puaf!)