“Balde de agua fría”

Así, con todo y lugar común, el reportero da a conocer a los lectores del matutino la reacción de los usuarios de la Línea 12 del metro, la famosa Línea dorada que fuera orgullo del entonces jefe de gobierno Marcelo Ebrard, quien trepado en ese vehículo intentaba llegar hasta Los Pinos en el 2018. Las oscilaciones detectadas en las vías y la suspensión de once estaciones durante un periodo de seis meses frustraron su intento. A propósito:

Oceanografía ha sido un golpe contra la derecha, y la Línea 12 del metro un mandarriazo contra ese engaño descomunal que apodan “izquierda”. Corrupción es el vocablo clave, y el PRI de Peña el ejecutor. Mis valedores: ¿ello significa que el gobierno se avoca al combate a la corrupción? No, por supuesto, claro que no. La multitud de expedientes abiertos contra políticos en receso y activos permanecen en hibernación mientras al Sistema no le resulta útil activarlos y ponerlos en ejecución. Los nombres más escandalosos como los de los Salinas, los Fox y familiares,  los Montiel y parientes de sangre y parientes políticos certifican que la corrupción lucrativa e impune constituye el aceite que mantiene funcionando el motor. Oceanografía y Línea dorada son sólo un par de maniobras políticas, sólo un chantaje, una advertencia y un ajuste de cuentas. No más. En fin. Es México, nuestro país. Mis valedores:

¿Recuerdan ustedes cómo era el Metro todavía hace unos ayeres? Nuevo, flamante, rechinando de limpio y acabado de engrasar, que como entre nubes se deslizaba en sus rieles. Ayer observé el vagón que me tocó en (mala) suerte, y aquella tristura. El tiempo, constructor y destructor. Suspiré.

Y es que en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, de días y días y trabajo todos los días, el flamante vagón ha envejecido, y qué melancólico examinarlo: apenas arrastrado por el convoy, al tener que avanzar le escuché aquel largo chillido que de las entrañas le brotaba, y de redaños aquel hondo pujar. Al jalón de arrastre todos sus nervios y costillares se pusieron a chirriar, a quejarse al modo del animalillo al que aplastan al pasar. Lo oí jadear mientras avanzaba y arrojar chisguetes de viento que desparramaban humanísimos tufos de entrepierna, sudor y sufrimiento recóndito. Yo, aquella tristura…

Bajé los ojos; el piso, desbastado hasta el material de la base. Examiné el resto del vagón: el cartoncillo indicador  de ruta: un leproso desflecado, despapelado, descarapelado. Y qué fue de aquella agradable voz femenina que en el sonido iba anunciando la hora exacta y el nombre de la estación a la que nos aproximábamos. El vagón, como todo joven (sangre roja, hirviente), cantaba al andar, canto jocundo de enamorado. Hoy, viejo asmático, impotente…

“Por favor, permita el libre cierre de puertas”. ¡Cuando el convoy se ubicaba entre dos estaciones! Y al llegar a su máxima velocidad, la femenina voz: “En breve reanudaremos el servicio. Por su comprensión, gracias”. Ya el infeliz, alzhaimer y demás achaques de la edad, decía una cosa por otra, puros dislates. Yo, ¿por qué me encogí en el asiento? ¿Por qué aquella pena, la vergüenza aquella, la nostalgia? ¿El aletazo de la Descarnada?

Un soterrado quejido al arribar a la estación. Un largo lamento cuando lo forzaron a continuar. Como que en su queja reclamaba la piedad del depósito donde descansar antes del inevitable deshuesadero. Y allá vamos, a querer o no, él rechinando y no precisamente de limpio, que debajo de los asientos pude observar… (Lo que observé, mañana.)

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