Retomo la fabulilla que inicié ayer. Tonantzin, a su marido, un tal Santa Anna:
– ¿Así es que no andaba mi señor apuntalando con el filo de su espada la soberanía del águila real?
– Cuál espada, cuál águila real. Transacciones de mucha ventaja para nosotros. Negocio de bienes raíces con unos marchantes de Tejas. ¿Te acuerdas, reinita, de aquellos terrenos que tenías allá por el norte? Total, que estaban nomás mosqueándose, llenándose de polvo…
Tonantzin, por no llorar, muerde el pañuelo. Piensa, mirando el andar cojitranco del espadón que enfila rumbo a la alcoba nupcial: “Mi honra, mi dignidad claveteadas en el suelo con la pata postiza del indecoroso vendepatrias».
(Apenas doncella y aún tiernas las telas del corazón, Tonantzin derramó lágrimas ardorosas ante la cobardía del primero de ellos, un tal Moctezuma II, que se arrugó frente a la cáfila de fuereños que vinieron a agredirla en su propia casa: saqueo y violación. Gacha la testa, el marido zacatón, aguantando…
Iba a llegar después cierto cojo jacarandosos que entre palenque, garito y gallera el muy baquetón malbarató algunos terrenos que Tonantzin poseía allá por los rumbos del norte. No se reponía de los destrozos que le ocasionó el vendedor de bienes raíces cuando en eso el mal fario, la mala sombra, porque ahora…
Ahora le tocaba en suerte, muy mala suerte, un matancero de oficio, tablajero del rastro municipal. Y fue así como iba a ocurrir que un mal día, en la Plaza de Tlatelolco…)
Dos de octubre, ya al pardear. En el departamento de abajo, a todo volumen, la música gringa se apesta a mariguana y ron. El tufo sube hasta acá, el 402, donde la señora Tonantzin, descalza, trapea el linolium del piso y piensa al trapear: “mi marido no vino a comer. ¿Problemas en su trabajo?” Al trapear bambolea unas carnes enflaquecidas, envejecidas. En el depto. vecino la nostalgia en tono menor: «Bañado en lágrimas…» Abajo, la gran explanada que llaman De las Tres Culturas se va llenando de jóvenes en hervor. Gritos. Altoparlantes. Oscurece. De repente el espeluzno, la crispación. Estridentes, los fogonazos aluzan un retablo de tronchadas marionetas. México.
Cesó del todo el estrépito. Un silencio aplastante se aplana sobre Tlatelolco. En la puerta de entrada del 402:
– Indita mía, te traje cena. Moronga, ¿te apetece?
Tonantzin observa al marido: la greña en desorden, corbata torcida, manchas rojizas en las manos. Alguna dificultad.
– Nada serio, mi amor. Tus chamacos, esos broncudos que se me quisieron insubordinar. Tres cachetadas, y a dormir en paz. Anda, cocíname la moronga.
Tonantzin se acerca a la ventana. La tufarada de sangre caliente en el rostro. Agacha la testa; en los labios un vivo temblor. Va a la cocina, y entre el chirriar de la sangre guisada la picadura de la cebolla le suelta el hilo de las lágrimas, y entre sollozos entre sí decía: “Ah, mis maridos. Esta punzada en el lado cordial…»
Una campanada a lo lejos. Ese bandazo de viento arrojó por la ventana tufos diversos: de azufre, de pólvora, de llanto recién llorado. ¿O son de la propia Tonantzin, que llora de pupilas adentro? A saber. Medianoche.
El matancero dientón, las manos pegoteadas de un líquido rojiespeso, ronca en su catre después de que a la estridencia de las ráfagas se refocilaba en el catre de alguna putona de generoso cuadril. Una insomne Tonantzin vaga por la explanada del Tlatelolco antañón. Anima en pena, cabello suelto y ojos de fiebre, la noche de Anáhuac escucha su doliente clamor:
– ¡Ay, mis hijos..!
(El lunes.)